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Discurso de Onganía. 30 de Diciembre de 1966

Juan Carlos Onganía

30 de diciembre de 1966. Discurso emitido por Radio y Televisión.

La revolución ha cumplido los primeros seis meses de un proceso que será largo, que pondrá a prueba a hombres e instituciones y que exigirá templanza y fortaleza, valor y persistencia para legar a buen puerto.

La tarea ha sido intensa. Hemos debido echar los cimientos para el reordenamiento de la estructura de gobierno, mientas buscábamos soluciones a problemas económicos, sociales y humanos.

El desgaste natural y a veces inevitable en la tarea de gobierno ha provocado el cambio de hombres que han cumplido, con alto sentido patriótico y desinterés, una tarea que no era fácil. La revolución no los olvida y el país algún día reconocerá la entereza con que enfrentaron momentos difíciles de un acontecer que ya es histórico.

Este año el país ha roto definitivamente su inercia, para emprender el camino hacia sus objetivos nacionales. EL hecho milita del 28 de Junio no fue solamente la respuesta a una conducción económica, social o política determinada. Se produjo ante la clara conciencia de que el sistema de vida político, después de atravesar décadas de vaivenes y ajetreos, había dado cuanto podía. Existía una Constitución que no se cumplía, un régimen federal que los hechos desmentían y un sistema representativo que estaba falseado en sus propias bases.

Aun cuando las causas de la revolución ha sido expresadas y, por otra parte, incorporadas a la experiencia colectiva e individual de la ciudadanía,, resulta conveniente señalarlas para que, proyectadas contra el pasado, se destaquen con mayor nitidez las grandes líneas de acción que se ha propuesto la revolución.

La República vivía más del mito que de la realidad; del mito de sus inacabables recursos que no explotaba; del mito de su democracia que no aplicaba; del mito de una justicia social que toleraba que las ciudades se poblaran de villas miserias, que los jubilados repitieran sin respuestas sus reclamos y que los ciudadanos recurrieran, en proporción cada vez mayor, al doble empleo, para hacer frente a condiciones de vida francamente adversas.

Todos fuimos testigos del drama de la democracia argentina, cuyas virtudes se proclamaban con énfasis religioso y absoluto, mientras la realidad revelaba una práctica viciosa de fraude y engaño.

Su consecuencia fue el descreimiento, el más terrible enemigo del alma nacional. La falta de fe en las instituciones, alejadas cada vez más del cumplimiento de su misión, ganó por igual a todos, y los instrumentos políticos no pudieron sustraerse a la perversión resultante de esa circunstancia.

Las grandes corrientes de opinión enraizadas en la vida cívica argentina pagaron duro tributo a ese estado de cosas. No hubo una sola de ellas que, sometida a las presiones de la realidad, no se dividiera en fracciones irreconciliables.

La Nación, sin fe, sin esperanza, sin ideales, se refugió e el espejismo del adelanto material, que paradójicamente, solo se logra sobre bases espirituales sanas.

Los argentinos nacimos a la independencia movidos por ideales y sentimientos. Los antepasados de la Nación –me refiero tanto a los que figuran en nuestras galerías de próceres y e nuestro panteón e honor, como a aquellos que por hacer verdad su ideal cayeron en los campos de batalla de media América, e la adversidad y en el destierro- renunciaron a la comodidad, a la fortuna, al hogar y hasta a la vida, para hacer la Argentina que entrevieron entre sueños y desdichas, entre embates contra la naturaleza y el medio, acosados por los enemigos del exterior y viviendo el drama de las luchas sangrientas entre compatriotas. Quisieron una Argentina grande, echaron sus cimientos, la declararon abierta a todos los hombres del mundo que quisieran gozar de los beneficios de la libertad en la justicia, y nos la entregaron.

Pero nosotros -todos nosotros- no hemos sabido proyectar esta Argentina hacía su destino magnifico, un destino que no está predeterminado; un destino que hay que construir.

Nuestra revolución no triunfará porque logre un país prospero, sin problemas de balanza comercial o de pagos, con industrias modernas, un ahorro intenso, el déficit de vivienda cubierto, la justicia social y el derecho asegurados. La Revolución triunfará si puede plantar el país de cara a su grandeza.

Las esperanzas de los argentinos no se cifran en el número de sus fábricas ni en el tonelaje de sus exportaciones. Esta Argentina nuestra nació a la vida para algo más que para producir, exportar y consumir con holgura.

La Patria no es un conjunto de apetencias; no es una mera expresión geográfica ni es la suma de sus índices económicos y sociales. La patria es una empresa en la historia y una empresa en lo universal. La patria es una síntesis trascendente que tiene fines propios que cumplir. Es, ante todo, el deseo vehemente de vivir en justicia y libertad; es el sentido de crear, de proyectarse, de marcar una huella profunda, para que las generaciones que vienen se encaminen con rumbo cierto. Lograr la grandeza de la nación impone más deberes que los derechos que confiere; impone más renunciamientos que los halagos que comporta. Significa asumir las responsabilidades de hoy con proyecciones al mañana.

El pueblo quiere vivir la verdad; quiere la definición de los objetivos nacionales y está dispuesto a cualquier esfuerzo para alcanzarlos. Quienes crean que para aunar voluntades la Revolución debe ofrecer soluciones tibias y transaccionales u ocultar todo lo que pueda demostrar una devoción o señale una actitud enérgica, se equivocan. Después de tantos tropiezos, después de tanto fracaso y frustración, después de ensayar tantos caminos sin salida, después de haber errado la senda en un mar de promesas fáciles, la Revolución viene a llamar las cosas por su nombre, a calificar los duros trances de la vida argentina con el término exacto de vocación, de sacrificio y de servicios.

Hasta hoy, los intentos por definir y alcanzar los objetivos nacionales estaban condenados de antemano al fracaso. Los odios y las rencillas dividieron a la Nación, enfrentando a sus hijos, a nosotros, en fin, contra nosotros mismos. Esto es la crisis.

El Patriotismo, el sacrificio y el esfuerzo de muchos ciudadano honorables nada podían, anulados por las trabas internas del sistema.

La situación política y social que determinó la Revolución Argentina y hace posible la redefinición de los objetivos nacionales, es el deseo unánime que tiene el pueblo argentino de acabar con los odios, con los enfrentamientos estériles, para trabajar unido por la grandeza de la Nación. La Revolución cierra el ciclo en el que un régimen, desgastado por sus contradicciones y su impotencia, cede paso al futuro.

La Revolución acepta el pasado con sus glorias y sus desdichas, se eleva por encima de las mezquinas rencillas entre hermanos y apunta a un porvenir querido por todos. Por eso la Revolución se llamó Argentina, porque es de todos y para todos.

La Historia de estas últimas décadas señala que a la unidad nacional no se podía llegar sobre la base de las ideologías combativas y contrapuestas y de organizaciones políticas que no lograban, en el fragor del proceso, conservar siquiera la unidad propia. La Revolución cumplió un fallo que estaba dado por la gran mayoría del pueblo al disolver los partidos políticos, que habían cumplido un ciclo largo y proficuo en el proceso nacional. La historia de estos últimos cien años es en gran parte la historia de nuestros partidos políticos. Circunstancias conjugadas determinaron su fracaso frente a los problemas de la hora. Nacidos al amparo de la libertad, para asegurar un régimen que fuese representativo a la vez que federal, segaron luego las bases de su sustento convirtiéndose en organizaciones cerradas, en las cuales sus hombres fueron subordinados a las exigencias circunstanciales de la lucha por el poder.

Cuando un sistema no puede corregir sus propios defectos va camino al caos. Entonces la solución debe serle impuesta desde afuera. Que fue lo que ocurrió.

No abjuramos de los sistemas, que no son intrínsecamente malos, ni renunciamos a la política. La Revolución hace política cuando decreta la licitación del Chocón-Cerros Colorados, ordena las universidades, pone los puertos al servicio el país y subordina la empresa ferroviaria a las necesidades de La República. El Gobierno de la Revolución tiene una razonable limitación en lo referente a la política partidaria, pero es de su esencia el ejerció de la gran política nacional, de la cual La Nación prescindió durante tanto tiempo. La Revolución es en sí misma solución política para la gran encrucijada histórica e que sectores mayoritarios de la ciudadanía argentina se vieron enfrentados a un sistema distorsionado.

No es intención de la revolución fundar una tecnocracia impermeable a toda idea o a todo sentimiento. Los partidos algún día tendrán que ser reemplazados por otras organizaciones, igualmente políticas, basadas e el ideal antes que en el prejuicio, con lealtad primaria y viva a La Nación, antes que al grupo, y que miren más a la Argentina que hemos de construir, que a la Argentina que hemos dejado atrás.

El ciclo político de la Argentina actual avanza y no retrocede. El pueblo no quiere volver a las circunstancias que lo llevaron a la actual coyuntura. Abrir el proceso político hoy, o e el futuro inmediato, significaría retroceder a otro callejón sin salida; a los mismo vicios, las mismas mezquindades, la misma incoherencia y la misma falta de visión que desembocó en La Revolución Argentina.

Los hombres con visión de patria, que ha dedicado su vida y su esfuerzo a la nación y a sus conciudadanos, son merecedores del respeto del país, cualesquiera fueran las circunstancias en las cuales actuaron y cualquiera fuera el resultado de su tarea. Nadie está excluido del proceso activo que la Revolución ha iniciado. Mas, la Revolución precisa del concurso de todos los argentinos.

No es tarea del gobierno elaborar ni aplicar doctrinas políticas determinadas. El gobierno no va a producir nuevas divisiones entre argentinos con especulaciones teóricas. No existe el pretendido corporativismo, más que en la imaginación de quienes lo agitan.

El gobernante del país es un católico que practica su religión. Precisamente porque lo es no impone sus convicciones a ningún ciudadano. Porque esta revolución tiene contenido cristiano, es amplia y puede ser compartida por el pueblo entero, sin distinción de religión ni raza. Hace más de ciento cincuenta años en nuestro país se han extirpado las prerrogativas de sangre y de nacimiento, y todos los habitantes son iguales ante la ley.

La desaparición de los partidos, del Congreso Nacional y de las legislaturas provinciales no implica que el país haya renunciado a la democracia. Por el contrario, significa que quiere libertades efectivas y un régimen que funcione. Significa que el país no tolera las formas vacías de contenido y que ha sacrificado las apariencias formales de normalidad institucional para recuperar la verdad íntima con sujeción a la cual aspira vivir. Están en receso algunas instituciones básicas, incapacitadas para el cumplimiento de su misión. El país tiene conciencia de que habían cesado de funcionar antes de ser disueltas.

Las instituciones políticas no pueden ser improvisadas. La República tiene una larga y dolorosa experiencia al respecto. Por ello ha sido primera preocupación del gobierno de la Revolución echar las bases de una sana comunidad. La comunidad tiene su célula, en lo que al régimen político atañe, en la municipalidad, que debió constituir siempre la piedra angular de la democracia argentina, no de la democracia hueca, sino la que nosotros queremos, rica en contenido, construida de abajo hacía arriba.

Para que esta democracia sea auténtica, el país tiene que revitalizar la comunidad. No lo será mientras no sean representativos sus órganos básicos.

La innovación de la Revolución es que promueve la comunidad con un sentido orgánico, lo que estaba más allá del alcance y de las posibilidades de los hombres que, con clara visión del destino de la patria y de los vicios de nuestras prácticas políticas, tuvieron idéntica preocupación en el pasado.

El impulso dado a la comunidad con un sentido exclusivamente político implicaría desatender las instituciones que las fundamentan y los aspectos espirituales, culturales, sociales y económicos que la animan y le otorgan cohesión.

El camino que hemos elegido no logrará contentar a los impacientes. Es con toda seguridad el más penoso, pero es lo único seguro para evitar que la democracia sea construida sobre bases endebles. Esta Revolución no tiene plazos dados; tiene objetivos que cumplirá en el tiempo, entre ellos, fijar las bases sobre las cuales una auténtica comunidad nacional pueda elaborar un programa de vida para alcanzar sus objetivos sin violencias físicas ni morales para nadie.

Las Fuerzas Armadas, que nacieron con la patria, afianzaron la paz interior, aseguraron las fronteras y allanaron el camino del progreso en toda la extensión de nuestro vasto territorio, se encontraban marginadas del proceso institucional argentino. Estaban sin misión definida y concreta en la actividad diaria del Estado, como lo exige el concepto moderno de su existencia. Había una vaga referencia a su misión específica que jamás era detallada ni determinada por la autoridad nacional. La ley de defensa recientemente sancionada define y encuadra las actividades de las Fuerzas Armadas en l vida argentina, sobre la base de su acatamiento total al gobierno. Su contribución es indispensable, no sólo para asegurar la defensa de la Nación y la inviolabilidad de sus fronteras sino también para determinar el progreso en todos los órdenes, inclusive en el espiritual.

(…)

El país se encamina resueltamente a su grandeza. No permitamos que problemas materiales inmediatos ofusquen una vez más nuestra visión. La crisis del país es de carácter espiritual. Se relaciona con el descreimiento y la falta de fe en las instituciones de gobierno. Resuelta esta crisis de confianza, todo lo demás nos será dado por añadiduría.

Hemos bebido muchas veces el cáliz amargo de la frustración y el desengaño, pero las vicisitudes que hemos atravesado reafirman nuestra fe en los destinos de la patria. La impaciencia y el atajo al final han esterilizado más de un esfuerzo por hacerlos verdad. El olvido de la tradición histórica y de la fuerza espiritual que necesita toda gran empresa ha frustrado otros intentos. NO basta con el ideal, hay que poner la vida al servicio del mismo. Si mañana resolviéramos todos y cada uno de nuestros problemas económicos, el país continuaría en la encrucijada, carente del hálito vivificante del ideal, sin el cual no se hace patria.

La Revolución Argentina ha elegido un proceso para resolver la crisis y alcanzar las condiciones que nuestro ideal de grandeza nacional exige. Los objetivos fijados se cumplen a un ritmo dado, en libertad y con justicia. La Revolución no dudaría en cambiar el proceso elegido por otro, si los objetivos que se ha impuesto se vieran amenazados.

Cumpliremos lo prometido.

El Año Nuevo abre una nueva etapa en el proceso revolucionario que exigirá fortaleza de espíritu y templanza de ánimo en todos para que sea venturoso.

Señores: que así sea.

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