El Sindicato y el Partido
Dentro de la organización obrera tenemos esta dualidad con la cual chocamos en todo momento:
El partido político que tiende por todos sus medios al afianzamiento del poder estatal con todos sus resortes jurídicos, militares
y capitalistas, y el sindicato que niega en sus principios y métodos de
lucha el estado con sus leyes, privilegios, motivo de la desigualdad de
clases, base fundamental para la explotación de los trabajadores.
Entre
el partido político (por muy avanzado que parezca con sus programas
máximos y mínimos), y el gremio, no hay, no puede haber relación ninguna
frente al problema social en el cual va implícitamente comprendida la
libertad económica y política de los pueblos.
La
misión de todos los partidos es reformar ciertas fases de la vida del
proletariado, es decir, procurarles más salario, menos horas de trabajo,
mejor viviendo, cierto “aparente control en la producción” pero siempre
y a condición de que sigan sometidos al estado, que no salga de la
condición de parias, que no quebrante nada de lo estatuido y se dejen
explotar el producto de su sudor para mantener y beneficiar la vida
parasitaria de la burguesía.
Debemos tener en cuenta que el estado está compuesto por burgueses que tiene intereses creados, antagónicos con los
de la clase proletaria, y de esto se desprende que esos representantes
del pueblo todo cuanto hagan, sancionen legislen desde el poder ha de
redundar en su provecho y en perjuicio inmediato de los trabajadores.
“Nadie
tira piedras a su tejado”, mejor dicho, los trabajadores no deben
esperar nada que les beneficie ni les saque miseria moral y material, la
acción de los partidos políticos.
¿Qué
relación existe entre un jefe de partido (burgués) político (bautice
con el nombre que quiera) y un obrero adherido a ese partido? Ninguna.
Los intereses de uno y otro se chocan, se repelen, son enemigos irreconciliables.
En
tanto el jefe del partido como legislador impone leyes e opresión y
acatamiento; en tanto aprueba y mantiene el privilegio de una casta (a
la cual pertenece en cuerpo y alma) que detenta la riqueza social; en
tanto como patrón explota en la mina, en el campo, en la fábrica, y en
el taller a su correligionario, el obrero resulta al fin victima dos
veces.
Como afiliado al partido sometido a la imposición del jefe, como trabajador expoliado por el patrón jefe.
Hemos
dicho que entre el sindicato que lucha por su emancipación integral y
el partido político que brega por el mantenimiento del poder, no hay
maridaje ni convivencia posible.
O se niega rotundamente el partido o se desconoce el sindicato.
Nos
parece imposible ese desdoblamiento, es decir, esa dualidad que
mantienen muchísimo obreros al querer tener los pies metidos en el
sindicato y la cabeza en el partido. Esto es absurdo.
Ya
sabemos que guía a todo partido la conquista del poder con todos sus
resortes opresivos, y también sabemos que los fines y medios de lucha de
los sindicatos revolucionarios no son otros que los de destruir todo el
poder atentatorio a la libertad de los productores.
La
posición de un obrero afiliado a un partido y a la vez asociado a un
sindicato (que rechaza implícitamente toda acción política por
estancadota del progreso y atentadora a la emancipación del
proletariado), es dual, sospechosa, asaz imposible. Con tirios o
troyanos, con el sindicato o con el partido.
Por
otra parte esa situación de obrero siempre bajo el yugo capitalista, y
esa otra de militante (léase peldaño) de un partido, nos resulta algo
como una serpiente mordiéndose la cola, o mejor, lo que se defiende en
la política se niega en el sindicato, lo que en el partido se afirma se
refuta en el gremio a que se pertenece.
“Yo soy sindical e el sindicato y político
en el partido”, dicen frecuentemente esos duales. Y no se les puede
creer. Sea cual fuere el color de los partidos el fondo no varía, la
aspiración es la misma en todos los lugares y tiempos.
Las ansias de dominio es el manjar de todos los partidos políticos, el que rumian con más fruición, siempre.
¿Qué afinidad hay entre los intereses económicos y morales de un obrero afiliado a un partido y sus dirigentes? Estos:
Mientras
el uno explota, el otro es explotado; mientras el uno es oprimido, el
otro (el jefe) es opresor, mientras el obrero vive en la orfandad, el
otro (el mandarín) vive en la opulencia; en una palabra: la afinidad de
intereses entre un obrero afiliado a un partido y “sus” jefes, es la
misma que la del lobo y el cordero.
Supongamos
un obrero que milita en un partido y trabaja en la fábrica o campo del
cual es patrón el jefe de su partido, en pésimas condiciones: ¿Qué hace
ese obrero?
Si
se declara en huelga, el patrón no le reconoce ningún derecho como
proletario, le niega todas las mejoras y condiciones de vida, pero como
“buenos camaradas afiliados a un partido” se entienden admirablemente.
¡Qué sarcasmo!
Aquí cuadran todas aquellas palabras de un cura chisco que dijo:
“Todos somos hermanos ante Dios, pero ante la torta ¡quiá!”
Pero,
supongamos más; supongamos que la huelga entre el patrón-jefe y sus
afiliados adquiere proporciones violentas, y los intereses del burgués,
legislador y político peligran, ¿qué sucederá?
Que
en nombre de los privilegios, de la propiedad privada, del orden, del
derecho a la explotación de la vida del jefe, pone frente a los
huelguistas las fuerzas el estado (del cual es miembro integrante) y los
masacra sin preocuparse si son militantes de su partido. ¿Quién puede
negarnos esto?
El
obrero que milita en un partido se forja sus propias cadenas, se niega a
sí mismo y es un eterno puntal del estado y sus esquilmadores.
O con el sindicato por la liberación completa o con el partido por la esclavitud perpetua.
Este es el dilema, productores.