Llego a vuestra presencia con la emoción que me produce sentirme
confundido entre este mar humano de conciencias honradas; de estas
conciencias de criollos auténticos que no se doblan frente a las
adversidades, prefieren morir de hambre antes que comer el amargo pan de
la traición.
Llego a vosotros para deciros que no estáis solos en
vuestros anhelos de redención social, sino que los mismos ideales
sostienen nuestros hermanos de toda la vastedad de nuestra tierra
gaucha. Vengo conmovido por el sentimiento unánime manifestado a través
de campos, montes, ríos, esteros y montañas; vengo conmovido por el
eco resonante de una sola voluntad colectiva; la de que el pueblo sea
realmente libre, para que de una vez por todas quede libre de la
esclavitud económica que le agobia. Y aún diría más: que le agobia
como antes le ha oprimido y que si no lograra independizarse ahora,
aún le vejaría más en el porvenir. Le oprimiría hasta dejar a la clase
obrera sin fuerzas para alcanzar la redención social que vamos a
conquistar antes de quince días.
En la mente de quienes concibieron y gestaron la
Revolución del 4 de Junio estaba fija la idea de la redención social
de nuestra Patria. Este movimiento inicial no fue una "militarada" más,
no fue un golpe "cuartelero" más, como algunos se complacen en
repetir; fue una chispa que el 17 de octubre encendió la hoguera en la
que han de crepitar hasta consumirse los restos del feudalismo que
aún asoma por tierra americana.
Porque hemos venido a terminar con una moral social que
permitía que los trabajadores tuviesen para comer sólo lo que se les
diera por voluntad patronal y no por deber impuesto por la justicia
distributiva, se acusa a nuestro movimiento de ser enemigo de la
libertad. Pero yo apelo a vuestra conciencia, a la conciencia de los
hombres libres de nuestra Patria y del mundo entero, para que me
responda honestamente si oponerse a que los hombres sean explotados y
envilecidos obedece a un móvil liberticida.
No debemos contemplar tan sólo lo que pasa en el "centro"
de la ciudad de Buenos Aires; no debemos considerar la realidad
social del país como una simple prolongación de las calles centrales
bien asfaltadas, iluminadas y civilizadas; debemos considerar la vida
triste y sin esperanzas de nuestros hermanos de tierra adentro, en
cuyos ojos he podido percibir el centelleo de esta esperanza de
redención.
Por ellos, por nosotros, por todos juntos, por nuestros
hijos y los hijos de nuestros hijos debemos hacer que, ¡por fin!,
triunfen los grandes ideales de auténtica libertad que soñaron los
forjadores de nuestra independencia y que nosotros sentimos palpitar en
lo más profundo de nuestro corazón.
Cuando medito sobre la significación de nuestro
movimiento, me duelen las desviaciones en que incurren nuestros
adversarios. Pero mucho más que la incomprensión calculada o ficticia
de sus dirigentes, me duele el engaño en que viven los que de buena fe
les siguen por no haberles llegado aún la verdad de nuestra causa.
Argentinos como nosotros, con las virtudes propias de nuestro pueblo,
no es posible que puedan acompañar a quienes los han vendido y los
llevan a rastras, de los que han sido sus verdugos y seguirán siéndolo
el día de mañana. Los pocos argentinos que de buena fe siguen a los
que han vendido la conciencia a los oligarcas, sólo pueden hacerlo
movidos por las engañosas argumentaciones de los "habladores
profesionales". Estos vociferadores de la libertad quieren disimular,
alucinando con el brillo de esta palabra, el fondo esencial del drama
que vive el pueblo argentino.
Porque la verdad verdadera es esta: en nuestra Patria no
se debate un problema entre "libertad" o "tiranía", entre Rosas y
Urquiza; entre democracia y totalitarismo. Lo que en el fondo del
drama argentino se debate es, simplemente, un partido de campeonato
entre la "justicia social" y la "injusticia social".
Quiero dejar de lado a los provocadores a sueldo; a las
descarriadas jovenzuelas que en uso de la libertad han querido imponer
el uso del símbolo monetario en el pecho de damas argentinas cuya
imposición rechazaban en uso de la propia libertad; a los pocos
estudiantes que han creído "descender" de su posición social si se
solidarizaban con el clamor de los hombres de trabajo, sin reflexionar
que únicamente su "trabajo" será lo que en el futuro llegará a
ennoblecer su paso por la vida; quiero también dejar de lado a los
resentidos, a cuantos creyéndose seres excepcionales creían que el
favor y la amistad personal podían más que el esfuerzo lento y
constante de cada día y el espíritu de sacrificio ante los embates de la
adversidad; quiero dejar de lado todo lo negativo, lo interesado, lo
mezquino, para dirigirme a los hombres de buena voluntad que aún no
han comprendido la esencia de la revolución social, cuyas serenas
páginas se están escribiendo en el Libro de la Historia Argentina, y
decirles: "Hermanos: con pensamiento criollo, sentimiento criollo y
valor criollo, estamos abriendo el surco y sembrando la semilla de una
Patria libre, que no admita regateos de su soberanía, y de unos
ciudadanos libres, que no sólo lo sean políticamente sino que tampoco
vivan esclavizados por el patrón. Síguenos; tu causa es nuestra causa;
nuestro objetivo se confunde con tu propia aspiración, pues sólo
queremos que nuestra Patria sea socialmente justa y políticamente
soberana".
Para alcanzar esta altísima finalidad no nos hemos valido
ni nos valdremos jamás de otros medios que aquellos que nos otorgan
la Constitución (para la restauración de cuyo imperio empeñé mi
palabra, mi voluntad y mi vida) y las leyes socialmente justas que
poseemos o que los órganos legislativos naturales nos otorguen en lo
futuro. Para alcanzar esta altísima finalidad no necesitamos recurrir a
teorías o métodos extranjeros; ni a los que han fracasado ni a los
que hoy pretenden imponerse, pues como dije en otra oportunidad, para
lograr que la Argentina sea políticamente libre y socialmente justa,
no basta con ser argentinos y nada más que argentinos. Bastará que
dentro del cuadro histórico y constitucional el mecanismo de las leyes
se emplee como un medio de progresar, pero de progresar todos, pobres
y ricos, en vez de hacerlo solamente éstos a expensas del trabajador.
En el escaso tiempo que intervine directamente en las
relaciones entre el capital y el trabajo, tuve oportunidad de expresar
el pensamiento que regiría mi acción. Fueron señalados los objetivos a
conseguir y expuestas con claridad las finalidades que nos proponíamos.
En este plan de tareas y en las motivaciones que le justifican,
recogióse el clamor de la clase obrera, de la clase media y de los
patronos que no tienen contraídos compromisos foráneos. Y aún añadiré
que éstos no tuvieron inconveniente en acompañarnos mientras creyeron
que nuestra dignidad podía corromperse entregándoles la causa obrera a
cambio de un cheque con menor o mayor número de ceros, tanto más
cuanto mayor fuese nuestra felonía. Pero se equivocaron de medio a
medio, porque ni yo ni ninguno de mis leales dejó de cumplir los
dictados de la decencia, de la hombría y de la caballerosidad. Ligada
nuestra vida a la causa del pueblo, con el pueblo compartiremos el
triunfo o la derrota.
Las consecuencias ya las conocéis. Comenzó la "guerra" de
las solicitadas; siguió la alianza con los enemigos de la Patria;
continuó la campaña de difamación, de ultrajes, y de mentiras, para
terminar en un negocio de compraventa de políticos apolillados y
aprendices de dinamiteros a cambio de un puñado de monedas.
No tengo que deciros quiénes son los "sindicarios
señorones" que han comprado, ni "los Judas que se han vendido". Todos
los conocemos y hemos visto sus firmas puestas en el infamante
documento. Quiero decir solamente que esta infamia es tan sacrílega
como la del Iscariote que vendió a Cristo, pues en esta sucia
compraventa fue vendido otro inocente: el pueblo trabajador de nuestra
querida Patria.
Y advertí que esto, que es gravísimo, aún no constituye
la infamia mayor. Lo incalificable, por monstruoso, es que los
"caballeros que compraron a políticos" no se olvidaron de documentar
fehacientemente la operación para sacarle buen rédito al capital que
invertían. Seguros de que hacían una buena operación financiera, la
documentaron bancariamente para que el día de mañana, si resultaran
"triunfantes" sus gobernantes títeres, los tendrían prisioneros y
podrían obligarlos a derogar la legislación del trabajo e impedir
cuanto significara una mejora para la clase trabajadora, bajo amenaza
de publicar la prueba de su traición.
Una tempestad de odio se ha desencadenado contra los
"descamisados" que sólo piden ganarse honradamente la vida y poder
sentirse libres de la opresión patronal y de todas las fuerzas oscuras
o manifiestas que respaldan sus privilegios. Esta tempestad de odios se
vuelca en dicterios procaces contra nosotros, procurando enlodar
nuestras acciones y nuestros más preciados ideales. De tal manera nos
han atacado que si hubiéramos tenido que contestar una a una sus
provocaciones, no habríamos tenido tiempo bastante para construir lo
poco que hemos podido realizar en tan escaso tiempo. Pero debemos
estarles agradecidos porque no puede haber victoria sin lucha. Y la
victoria que con los brazos abiertos nos aguarda, tendrá unas
características análogas a la que tuvo que conquistar el gran demócrata
norteamericano, el desaparecido presidente Roosevelt, que a los cuatro
años de batallar con la plutocracia confabulada contra sus planes de
reforma social, pudo exclamar después de su primera reelección, en el
acto de prestar juramento el día 20 de enero de 1937: "En el curso de
estos cuatro años, hemos democratizado más el poder del gobierno,
porque hemos empezado a colocar las potencias autocráticas privadas en
su lugar y las hemos subordinado al gobierno del pueblo. La leyenda
que hacía invencibles a los oligarcas ha sido destruida. Ellos nos
lanzaron un desafío y han sido vencidos".
Creo innecesario extenderme en largas disquisiciones de
índole política. La historia de los trabajadores argentinos corre la
misma trayectoria que la libertad. La obra que he realizado y lo que
la malicia de muchos no me ha dejado realizar, dice bien a las claras
cuáles son mis firmes convencimientos. Y si nuestros antecedentes no
bastan para definirnos, nos definen, por interpretación inversa, las
palabras y las actitudes de nuestros adversarios. Con decir que en el
aspecto político somos absolutamente todo lo contrario de lo que nos
imputan, quedaría debidamente establecida nuestra ideología y nuestra
orientación. Y si añadimos que ellos son lo contrario de lo que
fingen, habremos presentado el verdadero panorama de los términos en
que la lucha electoral está entablada.
Tachar de totalitarios a los obreros argentinos es algo
que se sale de lo absurdo para caer en lo grotesco. Precisamente han
sido las organizaciones obreras que me apoyan, las que durante los
últimos años han batallado en defensa de los pueblos oprimidos contra
los regímenes opresores, mientras que eran (aquí como en todas partes
del mundo, sin excluir los países que han hecho la guerra, salvo
Rusia) la aristocracia, la plutocracia, la alta burguesía, el
capitalismo, en fin, y sus secuaces, quienes adoraban a las dictaduras
y repelían a las democracias. Seguían esta conducta cuando pensaban
que las dictaduras defendían sus intereses y las democracias los
perjudicaban, por no ser un muro suficiente de contención frente a los
avances del comunismo. Si mis palabras requiriesen una prueba, podría
ofrecerla bien concluyente en las colecciones de los diarios de la
oligarquía que ahora se estremecen ante cualquier presunto atentado a
las esencias democráticas y liberales, pero que tuvieron muy distinta
actitud cuando el problema se planteaba en otros pueblos. Y si la
prueba no fuese todavía categórica, remitiría el caso el examen de la
actuación, de los partidos políticos que han gobernado en los últimos
tiempos, y cuyos pronombres, actuando de vestales un tanto caducas y
mucho recompuestas, quieren ahora compatibilizar sus alardes
democráticos puramente retóricos con la realidad de sus tradicionales
fraudes electorales, de sus constantes intervenciones a los gobiernos
de las provincias, con el abuso del poder en favor de los oligarcas y
en contra de los desheredados.
¿Dónde está, pues, el verdadero sentimiento democrático y
de amor a las libertades, si no es en este mismo pueblo que me
alienta para la lucha? No deja de ser significativo que los grupos
oligárquicos disfrazados de demócratas, unan sus alaridos y sus
conductas a esos mismos comunistas que antes fueron (por el terror que
les inspiraba) la causa de sus fervores totalitarios, y a quienes
ahora dedican las mejores de sus sonrisas. Como es igualmente
espectáculo curioso, observar el afán con que esos dirigentes
comunistas proclaman su fe democrática, olvidando que la doctrina
marxista de la dictadura del proletariado y la práctica de la Unión
Soviética (orgullosamente exaltada por Molotov en discursos de hace
pocos meses) son eminentemente totalitarias. Pero, ¡que le vamos a
hacer! Los comunistas argentinos son flacos de memoria y no se
acuerdan tampoco que cuando gobernaban los partidos que se titulan
demócratas, ellos tenían que vivir en la clandestinidad, y que sólo
han salido de ella para alcanzar la personería jurídica cuando se lo
ha permitido un gobierno, del cual yo formaba parte, pese a la
incompatibilidad que me atribuyen con los métodos de libertad.
El contubernio al que han llegado es sencillamente
repugnante y representa la mayor traición que se ha podido cometer
contra las masas proletarias. Los partidos comunistas y socialistas que
hipócritamente se presentan como obreristas pero que están sirviendo a
los intereses capitalistas, no tienen inconvenientes en hacer la
propaganda electoral con el dinero entregado por la entidad patronal.
¡Y todavía se sorprenden de que todavía los trabajadores de las
provincias del norte, que viven una existencia miserable y
esclavizada, en beneficio de un capitalismo absorbente que cuenta con
el apoyo de los partidos, que frecuentemente dirigen los mismos
patrones (recuerdo con tal motivo a Patrón Costas y a Michel Torino),
hayan apedreado el tren en que viajaba un conglomerado de hombres que,
en el fondo, lo que quieren es prolongar aquellas situaciones! Usando
de una palabra que a ellos les gusta mucho, podríamos decir que son
los verdaderos representantes del continuismo; pero del continuismo
con la política de esclavitud y miseria de los trabajadores.
Hasta aquí me he referido a vuestra posición netamente
democrática. Permitidme aludir, siquiera sea brevemente, a la mía. No
me importan las palabras de los adversarios y mucho menos sus
insultos. Me basta con la rectitud de mi proceder y con la noción de
nuestra confianza. Ello me permite aseverar, modestamente,
sencillamente, llanamente, sin ostentación ni gritos, sin necesidad de
mesarme de los cabellos ni rasgarme las vestiduras, que soy demócrata
en el doble sentido político y económico del concepto, porque quiero
que el pueblo, todo el pueblo (en esto sí que soy "totalitario"), y no
una parte ínfima del pueblo se gobierne a sí mismo y porque deseo que
todo el pueblo adquiera la libertad económica que es indispensable
para ejercer las facultades de autodeterminación. Soy, pues, mucho más
demócrata que mis adversarios, porque yo busco una democracia real,
mientras que ellos defienden una apariencia de democracia, la forma
externa de la democracia. Yo pretendo que un mejor estándar de vida
ponga a los trabajadores, aún a los más honestos, a cubierto de las
coacciones de los capitalistas; y ellos quieren que la miseria del
proletariado y su desamparo estatal les permita continuar sus viejas
mañas de compra y de usurpación de las libretas de enrolamiento. Por
lo demás, es lamentable que a mí, que he propulsado y facilitado la
vuelta a la normalidad, que me he situado en posición de ciudadano
civil para afrontar la lucha y que he despreciado ocasiones que se me
venían a la mano para llegar al poder sin proceso electoral, se me
imputen propósitos inconstitucionales, presentes o futuros. Y es
todavía más lamentable que esas acusaciones sean hechas por quienes, a
título de demócratas, no saben a qué arbitrio acudir o a qué militar o
marino volver los ojos para evitar unas elecciones en que se saben
derrotados, no porque vaya a haber fraude, sino porque no lo va a
haber, o, mejor dicho, porque ya no tienen ellos a su disposición
todos los elementos que antes usaban para ganar fraudulentamente los
comicios. Vienen reclamando desde hace tiempo elecciones limpias, pero
cuando llegan a ellas, se asustan del procedimiento democrático.
Por todas esas razones no soy tampoco de los que creen
que los integrantes de la llamada Unión Democrática han dejado de
llenar su programa político -vale decir, su democracia como un
contenido económico-. Lo que pasa es que ellos están defendiendo un
sistema capitalista con perjuicio o con desprecio de los intereses de
los trabajadores, aún cuando les hagan las pequeñas concesiones a que
luego habré de referirme; mientras que nosotros defendemos la posición
del trabajador y creemos que sólo aumentando enormemente su bienestar
e incrementando su participación en el Estado y la intervención de
éste en las relaciones del trabajo, será posible que subsista lo que
el sistema capitalista de libre iniciativa tiene de bueno y de
aprovechable frente a los sistemas colectivistas. Por el bien de mi
Patria, quisiera que mis enemigos se convenciesen de que mi actitud no
sólo es humana, sino que es conservadora, en la noble aceptación del
vocablo. Y bueno sería, también, que desechasen de una vez el
calificativo de demagógico que se atribuye a todos mis actos, no
porque carezcan de valor constructivo ni porque vayan encaminados a
implantar una tiranía de la plebe (que es el significado de la palabra
demagogia), sino simplemente porque no van de acuerdo con los egoístas
intereses capitalistas, ni se preocupan con exceso de la actual
"estructura social", ni de lo que ellos, barriendo para adentro,
llaman "los supremos intereses del país", confundiéndolos con los
suyos propios.
Personalmente, prefiero la idea defendida por Roosevelt
(y el testimonio no creo que pueda ser recusado) de que la economía ha
dejado de ser un fin en sí mismo para convertirse en un medio de
solucionar los problemas sociales. Es decir, que si la economía no sirve
para llevar el bienestar a toda la población y no a una parte de
ella, resulta cosa bien despreciable. Lástima que los conceptos de
Roosevelt a este respecto fueran desbaratados por la Cámara... y por
la "Antecámara"..., es decir, por los organismos norteamericanos
equivalentes a nuestra Unión Industrial, Bolsa de Comercio y Sociedad
Rural. Y conste, asimismo, que Roosevelt distaba mucho de ser, ni en
lo social ni en lo político, un hombre avanzado.
Por eso, cuando nuestros enemigos hablan de democracia,
tienen en sus mentes la idea de una democracia estática, quiero decir,
de una democracia sentada en los actuales privilegios de clase. Como
los órganos del Estado y el poder del Estado, la organización de la
sociedad, los medios coactivos, los procedimientos de propaganda, las
instituciones culturales, la libertad de expresión del pensamiento, la
religión misma, se hayan bajo su dominio y a su servicio exclusivo,
pueden echarse tranquilos en brazos de la democracia, pues saben que
la tienen dominada y que servirá de tapaderas a sus intereses.
Precisamente en esa situación está basado el concepto revolucionario
marxista y la necesidad que señalan de una dictadura proletaria. Pero
si como ha sucedido en la Argentina y en virtud de mi campaña, el
elemento trabajador, el obrero, el verdadero siervo de la gleba, el
esclavizado peón del surco norteño, alentado por la esperanza de una
vida menos dura y de un porvenir más risueño para sus compañeras y
para sus hijos, sacuden su sumisión ancestral, reclaman como hombres
la milésima parte de las mejoras a que tienen derecho, ponen en
peligro la pacífica y tradicional digestión de los poderosos y quieren
manifestar su fuerza y su voluntad en unas elecciones, entonces, la
democracia, aquella democracia capitalista, se siente estremecida en
sus cimientos y nos lanza la imputación del totalitarismo. De este modo
llegaríamos a la conclusión de que el futuro Congreso representará un
régimen democrático si triunfan los privilegios de la clase hasta
ahora dominante y que representará un régimen dictatorial si, como
estoy seguro, triuntan en las elecciones las masas de trabajadores que
me acompañan por todo el país.
Más no importan los calificativos. Nosotros representamos
la auténtica democracia, la que se asienta sobre la voluntad de la
mayoría y sobre el derecho de todas las familias a una vida decorosa,
la que tiende a evitar el espectáculo de la miseria en medio de la
abundancia, la que quiere impedir que millones de seres perezcan de
hambre mientras que centenares de hombres derrochan estúpidamente su
plata. Si esto es demagogia, sintámonos orgullosos de ser demagogos y
arrojémosles al rostro la condenación de su hipocresía, de su egoísmo,
de su falta de sentido humano y de su afán lucrativo que va
desangrando la vida de la Nación. ¡Basta ya de falsos demócratas que
utilizan una idea grande para servir a su codicia! ¡Basta ya de
exaltados constitucionalistas que sólo aman la Constitución en cuanto
les ponga a cubierto de las reivindicaciones proletarias! ¡Basta ya de
patriotas que no tienen reparo en utilizar el pabellón nacional para
cubrir averiadas mercancías, pero que se escandalizan cuando lo ven
unido a un símbolo del trabajo honrado!
Nuestra trayectoria en el terreno social es igualmente
clara que el político. Desde que a mi iniciativa se creó la Secretaría
de Trabajo y Previsión, no he estado preocupado por otra cosa que por
mejorar las condiciones de vida y de trabajo de la población
asalariada. Para ello era menester el instrumento de actuación y la
Secretaría de Trabajo y Previsión resultó un vehículo insuperable a
los fines perseguidos. La medida de la eficacia de la Secretaría de
Trabajo y Previsión nos la da tanto la adhesión obrera como el odio
patronal. Si el organismo hubiese resultado inocuo, les tendría sin
cuidado y hasta es posible que muchos insospechados fervores
democráticos tuvieran un tono más bajo. Y es bien seguro que muchos
hombres que hasta ayer no ocultaron sus simpatías hacia las dictaduras
extranjeras o que sirvieron a otros gobiernos de facto en la
Argentina, no habrían adoptado hoy heroicas y espectaculares
posiciones seudodemocráticas. Si el milagro de la transformación se ha
producido, ha sido sencillamente porque la Secretaría de Trabajo ha
dejado de representar un coto cerrado sólo disfrutable por la
plutocracia y por la burguesía. Se acabaron las negativas de los
patronos a concurrir a los trámites conciliatorios promovidos por los
obreros; se puso in a la amistosa mediación de los políticos, de
grandes señores y de poderosos industriales, para lograr que la razón
del obrero fuese atropellada. La Secretaría de Trabajo hizo justicia
estricta, y si en muchas ocasiones se inclinó hacia los trabajadores,
lo hizo porque era la parte más débil en los conflictos. Esta posición
espiritual de la autoridad es lo que han tolerado los elementos
desplazados de la hegemonía que venían ejerciendo, y esa es la clave
de su oposición al organismo creado. A eso es lo que llaman demagogia.
Que el empleador burle al empleado, representa para ellos labor
constructiva de los principios democráticos; pero que el Estado haga
justicia a los obreros, constituye pura anarquía.
Creo que en esa subversión de las partes en conflicto se
encuentra la verdadera obra revolucionaria que hemos realizado y que
por su efecto psicológico tiene mayor valor y más amplia trascendencia
que todas las demás. Esa es la causa de que todos los arranques se
dirijan contra la Secretaría de Trabajo y por eso el empeño de
destruirla. No a otra cosa obedecen los rugidos de satisfacción que
han lanzado el capitalismo, su prensa y sus servidores cuando en una
reciente sentencia la Suprema Corte de la Nación ha declarado la
inconstitucionalidad de las delegaciones regionales. Porque la verdad
es que esa decisión adoptada pocos días antes de las elecciones trata
de asestar un rudo golpe a la Secretaría de Trabajo y Previsión y
constituye un primer paso para deshacer las mejoras sociales que
lograron los trabajadores. El respeto a las decisiones judiciales no
excluye el derecho de comentar y de discutir sus fallos, mucho menos
cuanto mayores sean las innovaciones que se hagan a la libertad y a la
democracia. Ya llegará, pues, el momento de discutir cuáles son las
competencias que en relación al derecho del trabajo corresponden a la
nación y cuáles las que son atributo de las provincias. Hasta será
fácil demostrar -por opinión de tratadistas muy del gusto oligárquico-
que la Suprema Corte, tan rigorista y tan equivocada en esta ocasión
respecto a las facultades de aplicación de las leyes del trabajo, ha
consentido y aprobado que la nación venga invadiendo desde hace muchos
años la protesta legislativa de las provincias. Y conteste que esta
parte encuentro acertada su posición, porque las normas del trabajo
que tienden a la internalización deben ser nacionales. Lo que no
admito es la dualidad de criterio, cuya motivación no me interesa de
momento. Si alguien quiere encontrar la aplicación, tal vez la halle
en una obra de Renard. Ofrezco la cita a mis enemigos socialistas y
doy por descontado que entre ellos o entre las asociaciones
profesionales seudodemocráticas, se propiciará la iniciación de una
nueva causa por desacato y hasta es posible que se tome pretexto de ello
para ver si hay militares o marinos que lleguen a tiempo para impedir
nuestro triunfo electoral.
Ya sé que cuando se habla de mi obra social, los
adversarios sacan a relucir la que ellos han realizado. Examinemos
brevemente esa cuestión. Es verdad que los legisladores argentinos han
dictado leyes sociales a tono con las de otros países. Pero se ha hecho
dentro de un ámbito meramente proteccionista, sin atacar los
problemas de su esencia. Meras concesiones que se iban obteniendo del
capitalismo a fin de no forzar las cosas excesivamente e ir
distrayendo a los obreros y a sus organizaciones en evitación de
reacciones excesivas y violentas. Reparación de accidentes de trabajo
que muy poco reparan y que prolongan la agonía del incapacitado.
Insignificantes indemnizaciones por despido que ninguna garantía
representan para el trabajador injustamente despedido, víctima del abuso
de un derecho domicial propio de la Edad Media. Mezquinas
limitaciones en la duración de las jornadas y en la duración del
descanso retribuido. Y, por otra parte, inexistencia de toda
protección para los riesgos de desocupación, enfermedad y para la casi
totalidad de los salarios, invalidez, vejez y muerte. Régimen de
salarios de hambre y de viviendas insalubres. ¿Para qué seguir la
relación? Frente a tal estado de cosas, nuestro programa tiende a
cubrir todos los riesgos que privan o disminuyen al trabajador en su
capacidad de ganancia. Prohibición del despido sin causa justificada;
proporcionar a todos los trabajadores el estándar de vida que
dignifique su existencia y la de sus familiares. Y, sobre todo esto,
las grandes concepciones verdaderamente revolucionarias; tendencia a
que la tierra sea a quien la trabaje; supresión de los arrendamientos
rurales; limitación de las ganancias excesivas y participación de los
trabajadores en los beneficios de la industria. A este respecto, debo
consignar que cuando lancé la idea, todas las "fuerzas vivas" y sus
satélites nos arrojaron el consabido anatema. La proposición era
netamente demagógica. Se iba a la ruina de la sacrosanta economía
nacional. Pero los últimos cables nos anuncian que en Estados Unidos
se estudia el sistema de participación en los beneficios como medio de
atajar los graves conflictos obreros que se han presentado, llegando a
fijar en un 25 por ciento el monto de esta participación. Esperemos
que con el beneplácito estadounidense, ya no parecerá el intento tan
descabellado a nuestros grandes economistas y financieros, serviles
imitadores de las modas extranjeras o mansos cumplidores de las
órdenes que les llegan desde afuera.
Brevemente me referiré a las ideas centrales que han
impulsado nuestra acción en el terreno económico. Sostengo el
principio de libertad económica. Pero esta libertad, como todas las
libertades, llega a generar el más feroz egoísmo si en su ejercicio no
se articula la libertad de cada uno con la libertad de los demás. No
todos venimos al mundo dotados del suficiente equilibrio moral para
someternos de buen grado a las normas de sana convivencia social. No
todos podemos evitar que las desviaciones del interés personal
degeneren en egoísmo espoleador de los derechos de los demás y en
ímpetu avasallador de las libertades ajenas. Y aquí, en este punto que
separa el bien del mal, es donde la autoridad del Estado debe acudir
para enderezar las fallas de los individuos y suplir la carencia de
resortes morales que deben guiar la acción de cada cual, si se quiere
que la sociedad futura salga del marasmo que actualmente la ahoga.
El Estado puede orientar el ordenamiento social y
económico sin que por ello intervenga para nada en la acción
individual que corresponde al industrial, al comerciante, al consumidor.
Estos, conservando toda la libertad de acción que los códigos
fundamentales les otorgan, pueden ajustar sus realizaciones a los
grandes planes que trace el Estado para lograr los objetivos
políticos, económicos y sociales de la Nación. Por esto afirmo que el
Estado tiene el deber de estimular la producción, pero debe hacerlo
con tal tacto que logre, a la vez, el adecuado equilibrio entre las
diversas fuerzas productivas. A este efecto, determinará cuáles son las
actividades ya consolidadas en nuestro medio, las que requieren un
apoyo para lograr solidez a causa de la vital importancia que tienen
para el país; y por último, cuáles han cumplido ya su objetivo de
suplir la carestía de los tiempos de guerra, pero cuyo mantenimiento
en época de normalidad representaría una carga antieconómica que
ningún motivo razonable aconseja mantener o bien provocaría estériles
competencias con otros países productores. Pero aún hay otro motivo
que obliga al Estado argentino a regular ciertos aspectos de la
economía. Los compromisos internacionales que tiene contraídos lo
obligan a orientar las directivas económicas supranacionales teniendo
en vista la cooperación entre todos los países. Y si esta cooperación
ha de ser eficaz y ha de basarse en ciertas reglas de general
aplicación entre Estados, no veo la forma de que la economía interna
de cada país quede a merced del capricho de unos cuantos oligarcas
manejadores de las finanzas, acostumbrados a hacer trabajar siempre a
los demás en provecho propio. Al Estado, rejuvenecido por el aporte de
sangre trabajadora que nuestro movimiento inyectará en todo su sistema
circulatorio, corresponderá la misión de regular el progreso económico
nacional sin olvidar el cumplimiento de los compromisos que la Nación
contraiga, o tenga contraídos con otros países.
Por lo que os he dicho hoy, y por lo que he afirmado en
ocasiones anteriores, parecería ocioso repetir que no soy enemigo del
capital privado. Juzgo que debe estimularse el capital privado en
cuanto constituye un elemento activo de la producción y contribuye al
bienestar general. El capital resulta pernicioso cuando se erige o
pretende erigirse en instrumento de dominación económica. En cambio es
útil y beneficioso cuando sabe elevar su función al rango de
cooperador efectivo del progreso económico del país y colaborador
efectivo del progreso económico del país y colaborador sincero de la
obra de la producción y comparte su poderío con el esfuerzo físico e
intelectual de los trabajadores para acrecentar la riqueza del país.
Por esto, en los postulados éticos que presiden la acción
de nuestra política, junto a la elevación de la cultura del obrero y a
la dignificación del trabajo, incluimos la humanización del capital.
Solamente llevando a cabo estos postulados, lograremos la desaparición
de las discordias y violencias entre patronos y trabajadores. Para ello
no existe otro remedio que implantar una inquebrantable justicia
distributiva.
En el nuevo mundo que surge en el horizonte no debe ser
posible el estado de necesidad que agobia todavía a muchísimos
trabajadores en medio de un estado de abundancia general. Debe
impedirse que el trabajador llegue al estado de necesidad, porque sepan
bien los que no quieren saber o fingen no saberlo, que el estado de
necesidad está al borde del estado de peligrosidad, porque nada hace
saltar tan fácilmente los diques de la paciencia y de la resignación
como el convencimiento de que la injusticia es tolerada por los
poderes del Estado, porque, precisamente ellos son los que tienen la
obligación de evitar que se produzcan las injusticias.
Un deber nacional de primer orden exige que la
organización política, la organización económica y la organización
social, hasta ahora en manos de la clase capitalista, se transformen en
organizaciones al servicio del pueblo. El pueblo del 25 de Mayo quería
saber de qué se trataba; pero el pueblo del 24 de Febrero quiere
tratar todo lo que el pueblo debe saber.
Para terminar y como detalle complementario del aspecto
económico, he de referirme brevemente a las orientaciones generales
que deseamos seguir en orden a la industrialización que el país
necesita.
Ante todo, la afirmación esencial que rige nuestra
acción: la riqueza no la constituye el montón de dinero más grande o
más chico que pueda tener atesorado la Nación; para nosotros, la
verdadera riqueza la constituye el conjunto de la población, el trabajo
propiamente tal y la organización ordenada de esta población y de este
trabajo.
Es, pues, el elemento humano actual y futuro, el factor
que ha de requerir la preocupación fundamental del Estado. Vale decir
que ahí se incluye la elevación del nivel de vida hasta el estándar
compatible con la dignidad del hombre y el mejoramiento económico
general; la propulsión de organizaciones mutualistas y cooperativas; el
incremento de la formación técnica y capacitación profesional; la
construcción de casas baratas y económicas para obreros y empleados;
los préstamos para la construcción y renovación del hogar de la clase
media; pequeños propietarios, rentistas y jubilados modestos, y
estímulos, fomento y desarrollo del vasto plan de seguridad social y
mejoramiento de las condiciones generales de trabajo. No puede
hablarse de emprender la industrialización del país sin consignar bien
claramente que el trabajador ha de estar protegido antes que la máquina
o la tarifa aduanera. Y tampoco tengo que repetir que el progreso del
trabajador del campo debe ir al compás del hombre de la ciudad. Deben
convencerse de que la ciudad, sin el esfuerzo del hombre de campo,
está condenada a desaparecer. ¡De cada 35 habitantes rurales sólo uno
es propietario! Ved si andamos muy lejos cuando decimos que debe
facilitarse el acceso a la propiedad rural. Debe evitarse la
injusticia que representa el que 35 personas deban ir descalzas,
descamisadas, sin techo y sin pan, para que un lechuguino venga a lucir
la galerita y el bastón por la calle Florida, y aún se sienta con
derecho a insultar a los agentes del orden porque conservan el orden
que él, en su inconsciencia, trata de alterar con sus silbatinas
contra los descamisados.
Asegurada la suerte del factor humano, estaremos en
condiciones de proseguir el plan de industrialización en sus más
minúsculos detalles. Inventario y clasificación de materias primas,
energía que produce y puede producir el país; ayudar el establecimiento
de industrias, propulsando las iniciativas, estimulando las
inversiones de capital y fomentando la creación y ampliación de
laboratorios de investigaciones científicas y económico-sociales con
amplia colaboración de técnicos y obreros; sistematización de costos
en beneficio de productores y consumidores; moderación de las cargas
fiscales que graven toda actividad socialmente útil; estimular la
producción para abastecer abundantemente las necesidades del país, sin
limitar las posibilidades de producción y transformación, sin extirpar
viñedos ni restringir el sembradío para evitar que se destruyan los
sobrantes que podían reducir el precio, pero que producían ganancias
fabulosas a los capitalistas aunque condenaban a cientos de miles de
trabajadores a no beber vino y a no comer pan; permitir precios
remuneradores al capital que sean firmes y estables, que sirvan de
garantía a los altos salarios y aseguren beneficios correctos; incitar
el desarrollo del comercio libre y transporte económico, terrestre,
marítimo, fluvial y aéreo.
En definitiva, la Argentina no puede estancarse en el
ritmo somnoliento a que la condenaron cuantos se lanzaron a vivir a
sus costillas; la Argentina ha de recobrar el pulso firme de una
juventud sana y de una sangre limpia. La Argentina necesita la
aportación de esta sangre juvenil de la clase obrera; no puede seguir
con las corrientes sanguíneas de múltiples generaciones de gente
caduca, porque llegaríamos a las nefastas consecuencias de las viejas
dinastías, que habían muerto físicamente antes de que los pueblos las
echaran cansados de aguantarlas.
Esta sangre nueva la aporta nuestro movimiento; esta
sangre hará salir de las urnas, el día 24 de este mes, esta nueva
Argentina que anhelamos con toda la fuerza y la pujanza de nuestro
corazón.
No puedo terminar mis palabras sin referirme a los
problemas internacionales. La base de mi actuación ha de ser la
defensa de la soberanía argentina, con tanta mayor energía cuanto mayor
sea la grandeza de quienes intenten desconocerla, porque desprecio a
los hombres y a las naciones que se crecen ante los débiles y se
doblega ante los poderosos.
Es posible que mi pasado para actuar en la vida pública
sea constante franqueza de mis expresiones, que me lleva a decir
siempre lo que siento. Esto me da derecho a que se me crea cuando
proclamo mi simpatía y admiración hacia el gran pueblo estadounidense, y
que pondré cada día mayor empeño en llegar con él a una completa
inteligencia, lo mismo que con todas las Naciones Unidas, con las
cuales la Argentina ha de colaborar lealmente, pero desde un plano de
igualdad. De ahí a mi oposición tenaz a las intervenciones pretendidas
por el señor Braden embajador y por el señor Braden secretario
adjunto, de ejecutar en la Argentina sus habilidades para dirigir la
política y la economía de naciones que no son las suyas.
Entremos, pues, al fondo de la cuestión; empezaré por
decir que el tenor de las declaraciones publicadas en los Estados
Unidos de Norte América, corresponde exactamente al de los conceptos
vertidos por mí. He dicho entonces y lo repito ahora, que el contubernio
oligárquicomunista, no quiere las elecciones; he dicho también, y lo
reafirmo, que el contubernio trae al país armas de contrabando;
rechazo que en mis declaraciones exista imputación alguna de
contrabando a la Embajada de Estados Unidos; reitero, en cambio, con
toda energía, que esa representación diplomática o más exactamente el
señor Braden, se hallan complicados en el contubernio, y más aún,
denuncio al pueblo de mi Patria que el señor Braden es el inspirador,
creador, organizador y jefe verdadero de la Unión Democrática.
Cuando el señor Braden llegó a nuestro país ostentando la
representación diplomática del suyo, la situación era la siguiente:
después de un largo e injusto aislamiento que ningún argentino sensato
pudo jamás aceptar como justo, la República Argentina fue incorporada
al seno de las Naciones Unidas. Suscribió todos los pactos, y con la
rectitud que caracteriza su vida de relación internacional, inició el
cumplimiento estricto de las obligaciones contraidas. Como corolario
de la nueva situación y a fin de darle expresión concreta y efectiva,
llegó hasta nosotros de los Estados Unidos la misión Warren.
En una estada breve pero eficaz, esta misión concertó
diversos acuerdos con nosotros, acuerdos políticos, económicos y
militares, cuya ejecución había de beneficiar a ambos países, dentro
de un plan de mutuo respeto y beneficio común.
Cuando el gobierno de la Nación se disponía a dar
cumplimiento a cada una de las obligaciones estipuladas; cuando se
preparaban los embarques de lino a cambio de combustibles que debíamos
recibir y que el país necesitaba urgentemente; cuando se creía que el
oro bloqueado en los Estados Unidos podría ser repatriado; cuando, en
fin, las dos naciones se disponían a olvidar resentimientos, eliminar
malentendidos, reanudar las corrientes culturales y comerciales que
fueron tradición en el pasado, todo en una atmósfera de comprensión y
cooperación recíproca, llega al país el señor Braden, nuevo embajador
de los Estados Unidos de Norte América. Como primera medida, el señor
Braden anula todos los convenios a que se había arribado con la misión
Warren.
El señor Braden, quebrando toda la tradición diplomática,
toma partido a favor de nuestros adversarios, vuelca su poder, que no
le es propio, en favor de los enemigos de la nacionalidad y declara
abiertamente la guerra a la revolución, pronunciando un discurso en
Rosario que llena de asombro, estupor e inquietud a nuestro país, y a
todas las naciones latinoamericanas. A partir de ese momento, se
suceden los discursos y las declaraciones, y el embajador Braden, sin
despojarse de su investidura, se convierte en el jefe omnipotente e
indiscutido de la oposición, a la que alienta, organiza, ordena y
conduce con mano firme y oculto desprecio.
El pueblo argentino, el auténtico pueblo de la Patria,
repudia esa intromisión inconcebible, y su indignación desborda y
supera largamente la alegría enfermiza de los qeu se alinean
presurosos en las filas del señor Braden. Los viejos políticos venales
recogen sus palabras y hacen con ellas sus muletas, se sienten
redimidos y perdonados, sin darse cuenta que son ahora más miserables
aún, afiliados y subordinados al extranjero, dentro de los propios
confines patrios.
El señor Braden revela muy pronto la razón de sus
agresiones al gobierno de la revolución, y a mí en particular; es que
él quiere implantar en nuestro país un gobierno propio, un gobierno
títere, y para ello ha comenzado por asegurarse el concurso de todos los
"quislings" disponibles. El señor Braden, para facilitar su acción,
subordina a la prensa y a todos los medios de expresión del
pensamiento; se asegura por métodos propios el apoyo de los círculos
universitarios, sociales y económicos, descollando su extraordinaria
habilidad de sometimiento en el campo de la política. Naturalmente, de
la política depuesta por la revolución del 4 de Junio.
Logrado su primer paso en la realización del plan
denunciado, o sea la unión compacta de todos los enemigos de la
revolución, y más especialmente la de mis adversarios, el señor Braden
creyó oportuno y conveniente para múltiples fines pasar revista a su
pequeño ejército de traidores. No encontró para ello mejor que
organizar la Marcha de la Constitución y la Libertad, la que se llevó a
efecto después de vencer el ex embajador muchas trabas y
dificultades.
El señor Braden, en su afán de asegurarse la constitución
de un gobierno propio en la Argentina, pactó aquí con todo y con
todos, concedió su amistad a conservadores, radicales y socialistas; a
comunistas, demócratas y progresistas y pronazis; y junto a todos
ellos, extendió su mano a los detritos que la revolución fue arrojando
en su seno en sus hondos procesos depuradores. El ex embajador sólo
exigía, para brindar su poderosa amistad, una bien probada declaración
de odio hacia mi humilde persona.
Los discursos, declaraciones y actos del señor Braden,
tanto durante su gestión al frente de la Embajada de los Estados
Unidos como en sus funciones actuales, prueban de manera irrefutable su
activa, profunda e insolente intervención en la política interna de
nuestro país. He dicho ya en otras ocasiones, que las nuevas
condiciones imperantes en el mundo han creado una interdependencia
entre todos los países de la tierra; pero he fijado el alcance de esa
interdependencia a lo económico, sosteniendo el derecho de cada nación
a adoptar la filosofía político-social más de acuerdo con sus
costumbres, su religión, posición geográfica y circunstancias
históricas, si es que en verdad se quiere subsistir con la dignidad y
jerarquía del Estado soberano.
Declaro que la intromisión del señor Braden en nuestros
asuntos, hasta el extremo de crear, alentar y dirigir un conglomerado
político adicto, no puede contar con el apoyo del pueblo y del
gobierno de los Estados Unidos. El presidente Truman ha expresado
recientemente que todos los pueblos capaces tienen el derecho de
elegir sus propios gobiernos. El Senado de los Estados Unidos, al
aprobar el nombramiento del señor Braden para su cargo actual,
estableció expresamente que no podría intervenir en las cuestiones de
los países latinoamericanos sin previa consulta. El mismo gobierno
aludido reiteró hace poco la prohibición de intervenir en política de
otros países a los hombres de negocios norteamericanos. El propio
señor Braden alterna sus amenazas de intervención económica y militar
con protestas de no intervencionismo.
Una de las consecuencias más graves de la beligerancia
del señor Braden con respecto al gobierno de la revolución, fue la
nulidad de los convenios a que se había arribado con la misión Warren,
y de los que tanto los Estados Unidos como la Argentina esperaban
beneficios recíprocos. El ex embajador, después de anular los convenios
mencionados, no sólo no hizo ninguna tentativa para reemplazarlos por
otros nuevos, sino que se resistió a tratar la cuestión todas las
veces que lo insté a ello. Es que así, naturalmente, el señor Braden
creaba más y más dificultades al gobierno al cual yo pertenecía.
La permanencia del señor Braden en nuestro país se
caracterizó, pues, por su intromisión en nuestros asuntos; por haber
dado forma, aliento y directivas al amorfo organismo político que nos
enfrenta; por haber desprestigiado implacable y sistemáticamente a la
revolución del 4 de Junio, a sus hombres y a mí en particular, y por
último, por haber brindado su amistad a todos los enemigos del
movimiento renovador del 4 de Junio, sin importarle para nada su
filiación política e ideológica.
En nombre del señor Braden, cuando actuaba como embajador
en nuestro país, alguien suficientemente autorizado expresó que yo
jamás sería presidente de los argentinos y que aquí, en nuestra
Patria, en nuestra Patria, no podría existir ningún gobierno que se
opusiese a las ideas de los Estados Unidos.
Ahora yo pregunto: ¿Para qué quiere el señor Braden
contar en la Argentina con un gobierno adicto y obsecuente? ¿Es acaso
porque pretende repetir en nuestro país su fracasada intentona de
Cuba, en donde, como es público y notorio, quiso herir de muerte la
industria y llegó incluso a amenazar y a coaccionar la prensa libre que
lo denunciaba?
Si, por un designio fatal del destino, triunfaran las
fuerzas represivas de la represión, organizadas, alentadas y dirigidas
por Spruille Braden, será una realidad terrible para los trabajadores
argentinos la situación de angustia, miseria y oprobio que el
mencionado ex embajador pretendió imponer, sin éxito, al pueblo cubano.
En consecuencia, sepan quienes voten el 24 por la fórmula
del contubernio oligárquico-comunista, que con ese acto entregan,
sencillamente, su voto al señor Braden. La disyuntiva, en esta hora
trascendental, es ésta: O Braden, o Perón. Por eso, glosando la inmortal
frase de Roque Sáenz Peña, digo: "Sepa el pueblo votar".
12 de Febrero de 1946