Nuestro país despliega ante el mundo sus tesoros y escucha
satisfecho el coro de alabanzas y de elogios que se tributa siempre a
los afortunados; pero su concepto como Nación no crece cual debiera, y
asoman a veces dudas hirientes sobre su capacidad política.
Nuestra historia política de los últimos quince años es,
con ligeras variantes, la de los quince años anteriores; casi puede
decirse, la historia política sudamericana; círculos que dominan y
círculos que se rebelan; opresiones y revoluciones, abusos y anarquía.
Pasan los años, nada se corrige y nada se olvida…
Vivimos girando en un círculo funesto de recriminaciones
recíprocas y de males comunes. Los unos proclaman que, mientras haya
gobiernos personales y opresores, ha de haber revoluciones; y los otros
contestan que mientras haya revoluciones, han de existir Gobiernos de
fuerza y de represión. Todos están en la verdad, o, más bien, todos
están en el error.
Hay que convencer a los unos que por fundadas que sean
sus protestas contra la violación de derechos y garantías, nunca podrán
alcanzar el remedio de esos males con revueltas populares o motines
militares, y que el testimonio, no sólo de nuestra propia historia, sino
de la historia de la humanidad, les dice que, de esas revueltas y
motines, han surgido muchas veces Gobiernos de hecho y de fuerza,
obscuras y torpes tiranías; pero jamás Gobiernos de libertad y derecho.
Pero, cuando condenamos estos remedios anárquicos, no
podemos admitir que esa condenación se traduzca en garantía para el
abuso, y debemos recordar a los Gobiernos que es la libertad y no la represión la que curará males que tienen su origen en nuestra deficiente educación política,
y que inútilmente apelarán al rigor de las leyes, pues que aún cuando
condenen a los culpables a presidios y destierros, la sentencia caerá
sobre ellos sin inflamarlos, porque la conciencia y el sentimiento
públicos saben que no hubo en su acto intención criminal, sino vicios de
educación política…
Todos estos males, mis jóvenes amigos, reconocen una sola y única causa y tienen un solo y único remedio, es que todo nuestro régimen institucional es una simulación y una falsedad. Nuestra Constitución proclama como base institucional la soberanía popular, y la soberanía popular no existe;
declara que el voto popular es fuente de toda autoridad, y esa fuente
está cegada o cubierta de malezas; quiere que nuestro Gobierno sea
fuerte y eficaz por la opinión que lo vigorice, y la opinión pública
carece de vigor necesario, pues se la ve cobijarse tras voluntades y
energías personales…
En nuestra República el pueblo no vota; he ahí el
mal, todo el mal, porque en los pueblos de régimen representativo,
cuando falta el voto popular, la autoridad sólo surge y se apoya en la
mentira o la fuerza; sólo tendremos autoridades
respetables y pueblos respetuosos, cuando hayamos conseguido encarnar
en nuestras masas y en todas las clases sociales, que el voto electoral
no es sólo el más grande de nuestros derechos, sino el más sagrado de
nuestros deberes; que es el voto lo único que levanta y dignifica al
ciudadano.
Cuando recorría la gran República del Norte, cuando
contemplaba esa aglomeración de razas, de religiones, de tendencias
diversas, y cuando, en medio de esa gigantesca batalla de ideas y de
pasiones, veía la máquina institucional funcionar regularmente sin
choques ni tropiezos, me preguntaba: ¿cuál será el secreto de ese
perfecto organismo que así resuelve el problema del Gobierno firme, de
un pueblo en camino de ser el mayor imperio de la tierra?
Cuando vi en torno de las urnas, fieles a la cita, todas
las clases sociales, desde las más grandes hasta las más pequeñas,
desde los hombres fabulosamente ricos hasta los proletarios, cuando vi
en Nueva York, sólo tres veces más poblada que Buenos Aires, votar
650.000 ciudadanos, y en toda la Unión depositar su voto 15.000.000 de
electores, el 20% de la población total; y cuando recordé que en esta
gran ciudad, con 1.000.000 de habitantes, apenas reunía, en
circunstancias análogas, 30.000 electores, el 3 % de la población
total; entonces comprendí y sentí por qué aquel pueblo era tan grande,
tan fuerte y tan libre…
Un pueblo que vota es dueño de su propio destino:
nada se realiza sino por su voluntad, y nada puede haber dentro de su
soberanía que sea superior a su soberanía misma…
Vamos, pues, mis jóvenes amigos, a
aprestarnos para la gran tarea, y llamo a alistarse no sólo a vosotros,
sino a las nuevas generaciones en toda la República. No
las convoco a una campaña electoral inmediata con el solo propósito de
hacer triunfar una tendencia, sino a una cruzada política contra la
indiferencia que pesa como manto de plomo sobre nuestra vida pública…
Sólo conseguiremos despojar nuestro título de
sudamericanos de su significado deprimente, sólo podremos rechazar las
humillantes protecciones del monroísmo, sólo seremos, en una palabra,
pueblo respetado y respetable, cuando sepamos votar
25 de agosto de 1905.