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El 6 de Noviembre de 1928 Herbert Hoover fue electo presidente por el partido republicano. En octubre del siguiente año estalló la peor crisis de la historia de Estados Unidos. El crack de la bolsa se explicaba en parte por la disociación entre la economía financiera y la compra venta de acciones y el desenvolvimiento de la economía real. Algunos indicadores muestran que las señales de alarma comenzaron a manifestarse ya en 1925, con industrias como la del hierro o la construcción que se mostraban agotadas. A la caída de Wall Street le siguieron años en que la pobreza y el desempleo no paraban de crecer. Frente a esta realidad la administración de Hoover sostuvo un plan ecoómico basado en la docrtina dominante hasta entonces y la que, en definitiva, había acompañado la etapa de crecimiento: El Estado se absutvo de intervenir drásticamente y esperó que el mercado generara la regulación que devolvería el equilibrio. Esto nunca ocurrió. Y toda la administración Hoover estuvo marcada la crisis.
Este escenario explica el triunfo del demócrata Roosevelt y es el que -en parte- agranda su figura histórica. Aunque Roosevel intentó torcer el rumbo del derrumbe con una decidida intervención en la economía, la crisis encontró su fin cuando la segunda guerra mundial disparó la demanda de armas y alimentos. Roosevelte tomó el timón de los Estados Unidos evitando el naufragio durante la crisis, y dando los pasos fundamentales para garantizar el triunfo en la guerra.
Aquí, su discurso de toma de posesión, donde realiza un balance de situación y anticipa algunos de sus planes de gobierno.
Presidente Hoover, presidente de la Corte Suprema, amigos:
Hoy es un día de consagración nacional, y estoy seguro de que mis
conciudadanos estadounidenses esperan que, en mi investidura a la
Presidencia, me dirija a ellos con la sinceridad y la determinación que
exige la actual situación de nuestro país. Este, en especial, es el
momento de decir la verdad, toda la verdad, con franqueza y valor. No
debemos rehuir, debemos hacer frente sin temor a la situación actual de
nuestro país.
Esta gran nación resistirá como
lo ha hecho hasta ahora, resurgirá y prosperará. Por tanto, ante todo,
permítanme asegurarles mi firme convicción de que a lo único que debemos
temer es al temor mismo, a un terror indescriptible, sin causa ni
justificación, que paralice los arrestos necesarios para convertir el
retroceso en progreso.
En toda situación
adversa de la historia de nuestra nación, un gobierno franco y enérgico
ha contado con la comprensión y el apoyo del pueblo, fundamentales para
la victoria. Estoy convencido de que el gobierno volverá a contar con su
apoyo en estos días críticos. Con dicho espíritu, por mi parte y por la
de ustedes, nos enfrentamos a nuestras problemáticas comunes que,
gracias a Dios, sólo entrañan cuestiones materiales.
Los
valores han caído hasta niveles inverosímiles, han subido los
impuestos, los recursos económicos del pueblo han disminuido, el
gobierno se enfrenta a una grave reducción de ingresos, los medios de
pago de las corrientes mercantiles se han congelado, las hojas marchitas
del sector industrial se esparcen por todas partes, los agricultores no
hallan mercados para su producción, miles de familias han perdido sus
ahorros de muchos años. Y lo más importante, gran cantidad de ciudadanos
desempleados se enfrenta al triste problema de la subsistencia, y un
número igual trabaja arduamente con escasos rendimientos.
Únicamente
un optimista ingenuo negaría la trágica realidad de la situación. Sin
embargo, nuestras penurias no se derivan de una carencia de recursos. No
sufrimos una plaga de langostas. En comparación con los peligros que
nuestros antepasados vencieron gracias a su fe y a su coraje, aún
tenemos mucho por lo que sentirnos agradecidos. La naturaleza continúa
ofreciéndonos su exuberante abundancia, y los denuedos humanos la han
multiplicado. A nuestros pies se extiende una gran riqueza; no obstante,
su generosa distribución languidece a la vista de cómo se administra.
Primordialmente,
esto se debe a que quienes gestionan el intercambio de los bienes de la
humanidad han fracasado a causa de su obstinación e incompetencia, han
admitido dicho fracaso y han dimitido. Las prácticas de los cambistas
poco escrupulosos comparecen en el banquillo de los acusados ante el
tribunal de la opinión pública, repudiados por los corazones y por las
mentes de los hombres.
Ahora debemos devolver a
ese templo sus antiguos valores. La magnitud de la recuperación depende
de la medida en que apliquemos valores sociales más nobles que el mero
beneficio económico. La felicidad no radica en la mera posesión de
dinero; radica en la satisfacción del logro, en la emoción del esfuerzo
creativo. La satisfacción y el estímulo moral del trabajo no deben
volverse a olvidar en la irreflexiva persecución de beneficios fugaces.
La
recuperación no sólo reclama cambios en la ética. Este país exige
acción, y una acción inmediata. Nuestro mayor y primordial empeño es el
de poner a la gente a trabajar. No es un problema insoluble si nos
enfrentamos a él con juicio y arrojo. Como política personal práctica,
soy partidario de solucionar primero los problemas más acuciantes. No
escatimaré esfuerzos en recomponer el mercado mundial mediante un
reajuste económico internacional. No obstante, la situación de
emergencia nacional no puede esperar a que esto se vea cumplido. La idea
fundamental en la que se basan estas medidas específicas para la
recuperación de nuestro país no se restringe sólo al ámbito nacional. Es
la insistencia, como primer factor para tener en cuenta, en la
interdependencia de los diferentes elementos y territorios de los
Estados Unidos; el reconocimiento de la vieja, y siempre importante,
manifestación del espíritu estadounidense del pionero. Es el camino
hacia la recuperación. Es el camino inmediato. Es la profunda convicción
de que la recuperación será perdurable.
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Sé que estamos preparados y
dispuestos a someter nuestras vidas y nuestros bienes a dicha disciplina
porque es la que hace posible un gobierno con miras a un bien mayor.
Esto es lo que me propongo ofrecerles, con la promesa de que estos
propósitos supremos nos hermanarán a todos, como si se tratara de un
compromiso sagrado, en una unidad en el deber sólo promovida hasta la
fecha en tiempos de conflictos armados.
Al
amparo de mi deber constitucional, estoy dispuesto a recomendar las
medidas que requiera una nación abatida en medio de un mundo abatido.
Con el poder que me otorga la autoridad constitucional, trataré de
llevar a una rápida adopción estas medidas o aquellas otras que el
Congreso elabore a partir de su experiencia y su sabiduría. No obstante,
en el caso de que el Congreso fracase en la adopción de uno de estos
dos caminos, y en el caso de que la emergencia nacional siga siendo
crítica, no eludiré el claro cumplimiento del deber al que habré de
enfrentarme. Pediré al Congreso el único instrumento que queda para
enfrentarse a la crisis: un amplio poder ejecutivo para librar una
batalla contra la emergencia, equivalente al que se me concedería si
estuviéramos siendo invadidos por un enemigo.
A
cambio de la confianza en mí depositada, devolveré el coraje y la
entrega que requieren estos tiempos. Es lo mínimo que puedo hacer. Nos
enfrentamos a los arduos días que nos depara el futuro con la cálida
resolución de la unidad nacional, con la conciencia tranquila del que
busca viejos e inestimables valores morales, con la clara satisfacción
que produce el cumplimiento del deber por parte de ancianos y jóvenes
por igual.
Aspiramos a la seguridad de una
vida nacional equilibrada y perdurable. No desconfiamos del futuro de la
democracia fundamental. El pueblo de los Estados Unidos no ha
fracasado. En su momento de necesidad nos ha transmitido el mandato de
que desea una acción directa y enérgica. Ha exigido al gobierno
disciplina y dirección. Me ha convertido en el actual instrumento de sus
deseos. Lo acepto como si fuera un regalo. En este día inaugural,
pedimos con humildad la bendición de Dios. ¡Que nos proteja a todos y a
cada uno de nosotros! ¡Que me guíe en los días venideros!
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