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Señores Senadores y Diputados: Nada grande, nada estable y
duradero se conquista en el mundo cuando se trata de la libertad de los hombres
y del engrandecimiento de los pueblos, si no es a costa de supremos esfuerzos y
dolorosos sacrificios. Estas duras pruebas por que ha pasado la República
Argentina no deben admirarnos, cuando contemplamos sus rápidos progresos y
comparamos las conquistas obtenidas en medio siglo de vida nacional, con la
marcha lenta que han seguido en la historia los gobiernos de las sociedades más
adelantadas. Vivimos muy a prisa, y en nuestra febril impaciencia por alcanzar
en un día el nivel a que han llegado otros pueblos, mediante siglos de trabajos
y sangrientos ensayos, nos sorprenden desprevenidos la mayor parte de los
problemas de nuestra organización política y social. El Congreso de 1880 ha
complementado el sistema del Gobierno representativo federal y puede decirse
que desde hoy empieza recién a ejecutarse el régimen de la Constitución en toda
su plenitud. La ley que acabáis de sancionar fijando la capital definitiva de
la República, es el punto de partida de una nueva era en que el gobierno podrá
ejercer su acción con entera libertad, exento de las luchas diarias y
deprimentes de su autoridad que tenía que sostener para defender sus
prerrogativas contra las pretensiones invasoras de funcionarios subalternos.
Ella responde a la suprema aspiración del pueblo, porque significa la
consolidación de la unión, y el imperio de la paz por largos años. Su
realización era ya una necesidad inevitable y vuestro mejor título a la
consideración de la República será el haber interpretado tan fielmente sus
votos. En adelante, libres ya de estas preocupaciones y de conmociones
internas, que a cada momento ponían en peligro todo, hasta la integridad de la
República, podrá el gobierno consagrarse a la tarea de la administración y a
las labores fecundas de la paz; y cerrado de una vez para siempre el período
revolucionario, que ha detenido constantemente nuestra marcha regular, en breve
cosecharemos los frutos de vuestro acierto y entereza.
Al tomar a mi cargo la administración general del país, dos
preocupaciones principalmente me dominan sobre todas las demás. El ejército y
las vías de comunicación. El ejército y la armada que significan la integridad
y salvaguardia de la patria en el exterior, y su paz y orden internos, reclaman
la atención preferente del Congreso y del nuevo gobierno. La República cuenta
con un ejército modelo por su abnegación, sufrido en las fatigas, valiente en
el combate, leal y fiel a su bandera; pero a merced del arbitrario, sin reglas
de proceder, ni leyes que lo organicen bajo un plan regular y sistemado.
Consagraré a las reformas que son reclamadas en este ramo mis mayores
esfuerzos, para evitar los peligros del militarismo, que es la supresión de la
libertad, en un porvenir más o menos lejano, y para hacer del ejército una
verdadera institución, según la Constitución lo entiende y el progreso moderno
lo exige. De esta manera, ajeno al movimiento de los partidos y enaltecido como
ya lo está ante la opinión de la República, podrá en el caso desgraciado en que
los derechos de la patria estuviesen en peligro, desarrollar una fuerza
incontrastable. Esta tarea tendrá además un objeto económico, por la supresión
de gastos inútiles que pesan sobre el erario a causa de la imposibilidad en que
han estado los gobiernos anteriores de fundar una administración civil y
militar perfecta en los servicios que al ejército se refieran. En cuanto a las
vías de comunicación, representan para mí una necesidad imperiosa e ineludible,
cuya satisfacción no puede retardarse sin menoscabo del bienestar común. Es
indispensable que los ferrocarriles alcancen en el menor tiempo posible sus
cabeceras naturales por el norte, por el oeste y por el este, con sus ramales
adyacentes, complementando el sistema de vialidad y vinculando por sus
intereses materiales a todas las provincias entre sí. El que haya seguido con
atención la marcha de este país, ha podido notar, como vosotros lo sabéis, la
profunda revolución económica, social y política que el camino de hierro y el
telégrafo operan a medida que penetran en el interior. Con estos agentes
poderosos de la civilización se ha afianzado la unidad nacional, se ha vencido
y exterminado el espíritu de montonera y se ha hecho posible la solución de
problemas que parecían irresolubles, por lo menos al presente. Provincias ricas
y feraces sólo esperan la llegada del ferrocarril para centuplicar sus fuerzas
productoras con la facilidad que les ofrezca de traer a los mercados y puertos
del litoral, sus variados y óptimos frutos, que comprenden todos los reinos de
la naturaleza. Por mi parte, conceptuaré como la mayor gloria de mi gobierno,
si dentro de tres años, a contar desde este día, conseguimos saludar con el
silbato de la locomotora los pueblos de San Juan y de Mendoza, la región de la
vid y del oliva; Salta y Jujuy, la región del café, del azúcar y demás
productos tropicales, dejando además de par en par abiertas las puertas al
comercio de Bolivia, que nos traerá los metales de sus ricas e inagotables
minas. Cuento con vuestro apoyo y con el de todo el país para llevar a cabo en
el término indicado, o antes si es posible, estas obras que no serán ni
extraordinarias ni superiores a nuestros recursos, si sabemos conservarnos en
paz. Los demás ramos de la administración, tales como la inmigración, la
instrucción pública, la difusión de la enseñanza en todas las clases sociales,
la protección debida al culto, al comercio, a las artes y a la industria, son
ya deberes normales que ningún gobierno puede desatender. Debo, sin embargo,
hacer especial mención de la necesidad que hay de poblar los territorios
desiertos, ayer habitados por las tribus salvajes, y hoy asiento posible de
numerosas poblaciones, como el medio más eficaz de asegurar su dominio.
Continuaré las operaciones militares sobre el sur y el norte de las líneas
actuales de frontera, hasta completar el sometimiento de los indios de la
Patagonia y del Chaco, para dejar borradas para siempre las fronteras
militares, y a fin de que no haya un solo palmo de tierra argentina que no se
halle bajo la jurisdicción de las leyes de la nación. Libremos totalmente esos
vastos y fértiles territorios de sus enemigos tradicionales, que desde la
conquista fueron un dique al desenvolvimiento de nuestra riqueza pastoril;
ofrezcamos garantías ciertas a la vida y la propiedad de los que vayan con su
capital y con sus brazos a fecundarlos, y pronto veremos dirigirse a ellos
multitudes de hombres de todos los países y razas, y surgir del fondo de esas
regiones, hoy solitarias, nuevos estados que acrecentarán el poder y la
grandeza de la República. A pueblos jóvenes y llenos de vida como el nuestro,
cuando a su vasta extensión de territorio y a la liberalidad de sus
instituciones, se unen la tierra fértil y un clima privilegiado, no deben
causar admiración estos prodigios que, en condiciones iguales, se han repetido
con frecuencia en la historia de las sociedades humanas. Somos la traza de una
gran nación, destinada a ejercer una poderosa influencia en la civilización de
la América y del mundo; pero para alcanzar a realizar y completar el cuadro con
la perfección de los detalles, es menester entrar con paso firme en el carril
de la vida regular de un pueblo, constituido a semejanza de los que nos hemos
propuesto como modelo; es decir, necesitamos paz duradera, orden estable y
libertad permanente. Y a este respecto –lo declaro alto desde este elevado
asiento, para que oiga la República entera–: Emplearé todos los resortes y
facultades que la Constitución ha puesto en manos del Ejecutivo nacional, para
evitar, sofocar y reprimir cualquiera tentativa contra la paz pública.
En cualquier punto del territorio argentino en que se
levante un brazo fratricida, o en que estalle un movimiento subversivo contra
una autoridad constituida, allí estará todo el poder de la nación para
reprimirlo. Espero, sin embargo, que no llegará este caso, porque ya nadie, ni
hombres ni partidos, tienen el brazo bastante fuerte para detener el carro del
progreso de la República por el crimen de la guerra civil. En cambio, las libertades
y derechos del ciudadano serán religiosamente respetados. Los partidos
políticos, siempre que no salgan de la órbita constitucional y no degeneren en
partidos revolucionarios, pueden estar tranquilos y seguros de que su acción no
será limitada ni coartada por mi gobierno. Por la ancha puerta de la
Constitución y de la ley, caben todos los partidos y todas las nobles
ambiciones. Así ¿quién duda que el partido que ha cometido por dos veces, en el
espacio de seis años, el error de pretender reparar por las armas derrotas
electorales, podría estar hoy dirigiendo legítimamente los destinos de la
nación, si no hubiera apelado a tan odiosos extremos? […] Termino aquí.
Honorables Señores, la ligera exposición de los propósitos que traigo al
gobierno. Intenciones sinceras; voluntad firme para defender las atribuciones
del Poder Ejecutivo nacional y hacer cumplir estrictamente nuestras leyes;
mucha desconfianza en mis propias fuerzas; fe profunda en la grandeza futura de
la República; un espíritu tolerante para todas las opiniones, siempre que no
sean revolucionarias, y olvido completo de las heridas que se hacen y se
reciben en las luchas electorales; tal es el caudal propio que traigo a la
primera magistratura de mi país. No hay felizmente un solo argentino, en estos
momentos, que no comprenda que el secreto de nuestra prosperidad consiste en la
conservación de la paz y el acatamiento absoluto a la Constitución; y no se
necesitan seguramente las sobresalientes calidades de los hombres superiores
para hacer un gobierno recto, honesto y progresista. Puedo así sin jactancia y
con verdad deciros que la divisa de mi gobierno será: Paz y Administración.
Para realizarla, cuento con la protección de la Divina Providencia que nunca se
invoca en vano, con el auxilio de vuestras luces y con el concurso de la
opinión nacional que me ha traído a este puesto, y el de todos los hombres
honrados que habitan nuestro suelo.
12
de Octubre de 1880. Julio Argentino Roca
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