El
jueves 17 de enero (de 1793), a las 9 am, vino el señor de
Malesherbes. Les salí al encuentro. “Todo está perdido”, me
dijo; “El rey fue condenado”. El rey, que lo vio llegar, se
levantó para recibirlo. El ministro se echó a sus pies; qued´unos
instantes sin poder hablar, ahogado por los sollozos. El rey lo alzó
y lo abrazó afectuosamente. El señor de Malesherbes le comunicó el
decreto que lo condenaba a muerte. El rey no hizo ningún movimiento
que denunciara sorpresa o emoción; parecía afectado únicamente por
el olor del respetable anciano, a quien trató de consolar. (…)
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Luis XVI con cabeza |
Su
majestad permaneció en su cuarto hasta la hora de comer, leyendo o
paseando. Por la tarde lo vi dirigirse hacia el escritorio y lo
seguí, con el pretexto de que pudiera necesitarme. “¿Conoce los
detalles de mi proceso?”, me dijo el rey. “Señor”, respondí,
“habrá alguna postergación. El señor de Malesherbes no cree que
se la nieguen”. “No tengo ninguna esperanza”, contestó el rey,
“pero me aflige mucho que el señor de Orleans, mi pariente, haya
votado mi muerte. Lea esta lista”. Me dio la lista de la votación
nominal que tenía en la mano. “El público murmura mucho”, le
dije. “Dumouriez (general que pretendía restablecer al rey) está
en París; se dice que trajo el voto del ejército, contrario al
proceso que le hicieron a vuestra majestad. El pueblo se rebela
contra la infame conducta del señor Orleans. Corre también el rumo
de que los ministros de las potencias extranjeras se reunirán para
ir a la asamblea. Y se asegura que los convencionales temen un
levantamiento popular”. “Me disgustaría mucho que se produjera”,
dijo el rey; “Habría nuevas víctimas. No temo la muerte, pero no
puedo pensar sin estremecerme en la terrible suerte en que dejaré a
mi familia, a la reina, a mis desgraciados hijos. Y a los fieles
servidores que no me abandonaron, a esos ancianos que solo contaban
para vivir con las módicas pensiones que yo les daba, ¿quién los
ayudará?”. Cayó en sus manos un viejo ejemplar del Mercure de
France (un periódico); vio un logogrifo (acertijo) y me dijo que lo
adivinara. Busque inútilmente la palabra. “¿No la encuentra? Sin
embargo es la que se me puede aplicar en estos momentos. La palabra
es sacrificio””. El rey me mandó a buscar a la biblioteca el
tomo de la historia de Inglaterra que contenía la muerte de Carlos
I; lo estuvo leyendo durante los días siguientes. (…)
París
estaba en armas desde las 5 am. Se oía tocar generala. En la torre
resonaba el ruido de armas, el movimiento de los caballos, el
transporte de los cañones, que se instalaban y trasladaban
continuamente.
A
las 9 am aumentó el ruido. Se abrieron estruendosamente las puertas
y entró Santerre (acusador público del tribunal criminal)
acompañado por siete u ocho municipales y seguido por diez
gendarmes, a los que alineó en dos filas. El rey salió de su
escritorio. “¿Viene a buscarme?”, preguntó a Santerre. “Sí”.
“Le pido un minuto”, dijo, y volvió a entrar al escritorio. Su
majestad salió inmediatamente seguido por el confesor. El rey tenía
en la mano su testamento y dirigiéndose a un municipal llamado “
Jacques Roux”, sacerdote renegado, que se encontraba, le dijo: “Le
ruego que entregue este papel a la reina, mi esposa”. “No me
corresponde”, respondió el cura, negándose a tomar el papel; “Yo
vine a conducirlo al cadalso”. Su majestad se dirigió entonces a
Gobeau, otro municipal “dele este papel a mi esposa, se lo ruego.
Puede leerlo; contiene disposiciones que deseó que conozca la
comuna” Yo estaba detrás del rey, cerca de la chimenea. Se volvió
hacia mí, y le ofrecí la levita. “No la necesito”, dijo. “Deme
unicamente el sombrero”. Se lo dí. Su mano se encontró con la
mia, a la que oprimió por última vez. (…) luego, mirando a
Santerre, agregó: “Vayamos”.
Cléry,
“Diario de lo sucedido en la Torre del Temple durante la cautividad
de Luis XVI”, en Pernoud, & Flaissier, La Revolución Francesa,
Buenos Aires, Compañía General Fabril Editora, 1964,
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