Tras la derrota del ejército de Buenos Aires, en la batalla de Caseros (1852), se convocó a un congreso general cuyo objetivo sería sancionar una constitución nacional. La idea de que Rosas era un obstáculo para la unidad nacional había sido sostenida por sus contemporáneos y fue refrendada por investigadores del período. Sin Rosas en la escena política, se intentó avanzar hacia la sanción de una Constitución.
En esta carta dirigida a Quiroga, Rosas ofrecía un análisis profundo de los pasos que se deberían dar para avanzar hacia la unidad. Sus reflexiones en torno a la necesidad de definir una forma de gobierno o establecer un sitio para la capital muestran parte de las preocupaciones del por entonces ex gobernador de la provincia de Buenos Aires, aunque hacia el final de la carta, el análisis de las situaciones internas de las provincias y de los conflictos interprovinciales parecen derribar cualquier consideración posible de conforma la unidad... A este respecto, las dificultades para lograr la armonía atravesadas por el país luego de la sanción de la constitución nacional de 1853 parecieron darle en parte la razón. El conflicto, latente desde la década revolucionaria, llegaría a un punto extremo en la batalla de Pavón y "el proceso de pacificación" liderado por el ya presidente de la nación Bartolomé Mitre.
Hacienda de Figueroa en San
Antonio de Areco, de Diciembre 20 de 1834.
Mi querido compañero, señor don
Juan Facundo Quiroga.
Consecuente a nuestro acuerdo,
doy principio por manifestarle haber llegado a creer que las disensiones de
Tucumán y Salta, y los disgustos entre ambos gobiernos, pueden haber sido
causados por el ex Gobernador D. Pablo Alemán y sus manipulantes. Este fugó al
Tucumán, y creo que fue bien recibido, y tratado con amistad por el señor
Heredia. Desde allí maniobró una revolución contra Latorre, pero habiendo
regresado a la frontera del Rosario para llevarla a efecto, saliéndole mal la
combinación fue aprehendido y conducido a Salta. De allí salió bajo fianza de
no volver a la provincia, y en su tránsito por el Tucumán para ésta, entiendo
estuvo en buena comunicación con el señor Heredia. Todo esto no es extraño que
disgustase a Latorre, ni que alentase el partido Sr. Alemán, y en tal posición
los Unitarios que no duermen, y están como el lobo acechando los momentos de
descuido, o distracción infiriendo, al famoso estudiante López que estuvo en el
Pontón, han querido sin duda aprovecharse de los elementos que les
proporcionaba este suceso para restablecer su imperio. Pero de cualquier modo
que esto haya sucedido me parece injusta la indemnización de daños y perjuicio
que solicita el señor Heredia. El mismo confiesa en sus notas oficiales a este
gobierno y al de Salta, que sus quejas se fundan en indicios, y conjeturas, y
no en hechos ciertos e intergiversables, que alejen todo motivo de duda sobre
la conducta hostil que le atribuye a Latorre. Siendo esto así, él no tiene por
derecho de gentes más acción que a pedir explicaciones, y también garantías,
pero de ninguna manera indemnizaciones.
Los negocios de Estado a Estado
no se pueden decidir por las leyes que rigen en un país para los asuntos entre
particular cuyas leyes han sido dictadas por circunstancias, y razones que sólo
tienen lugar en aquel Estado en donde deben ser observadas. A que se agrega que
no es tan cierto, que por sólo indicios, y conjeturas se condene a una persona
a pagar indemnizaciones en favor de otra. Sobre todo debe tenerse presente que,
aun cuando esta pretensión no sea repulsada por la justicia, lo es por la
política. En primer lugar sería un germen de odio inextinguible entre ambas
provincias que más tarde o más temprano de un modo o de otro, podría traer
grandes males a la República. En segundo porque tal ejemplar abriría la puerta
a la intriga y mala fe para que pudiese fácilmente suscitar discordias entre
los pueblos, que sirviesen de pretexto para obligar a los unos a que
sacrificasen su fortuna en obsequio de los otros. A mi juicio no debe perderse
de vista el cuidado con que el Sr. Heredia se desentiende de los cargos que le
hace Latorre por la conducta que observó con Alemán cuando éste, según se queja
el mismo Latorre, desde el Tucumán le hizo una revolución sacando los recursos
de dicha provincia a ciencia y paciencia de Heredia sobre lo que inculca en su
proclama publicada en la Gaceta del jueves que habrá Vd. leído.
La justicia tiene ciertamente dos
orejas, y es necesario para buscarla que Vd. desentrañe las cosas desde su
primer origen. Y si llegase a probar de una manera evidente con hechos intergiversables,
que alguno de los dos contendientes ha traicionado abiertamente la causa
nacional de la Federación, yo en el caso de Vd. propendería a que dejase el
puesto.
Considerando excusado extenderme
sobre algunos otros puntos, porque según el relato que me hizo el Sr.
Gobernador ellos están bien explicados en las instrucciones, pasaré al de la
Constitución.
Me parece que al buscar Vd. la
paz, y orden desgraciadamente alterados, el argumento más fuerte, y la razón
más poderosa que debe Vd. manifestar a esos señores gobernadores, y demás
personas influyentes, en las oportunidades que se le presenten aparentes, es el
paso retrógrado que ha dado la Nación, alejando tristemente el suspirado día de
la grande obra de la Constitución Nacional. ¿Ni qué otra cosa importa, el
estado en que hoy se encuentra toda la República? Usted y yo deferimos a que
los pueblos se ocupasen de sus constituciones particulares, para, que después
de promulgadas entrásemos a trabajar los cimientos de la gran Carta Nacional. En
este sentido ejercitamos nuestro patriotismo e influencias, no porque nos
asistiere un positivo convencimiento de haber llegado la verdadera ocasión,
sino porque estando en paz la República, habiéndose generalizado la necesidad
de la Constitución, creímos que debíamos proceder como lo hicimos, para evitar
mayores males. Los resultados lo dicen elocuentemente los hechos, los
escándalos que se han sucedido, y el estado verdaderamente peligroso en que hoy
se encuentra la República, cuyo cuadro lúgubre nos aleja toda esperanza de
remedio.
Y después de todo esto, de lo que
enseña y aconseja la experiencia tocándose hasta con la luz de la evidencia,
¿habrá quién crea que el remedio es precipitar la Constitución del Estado?
Permítame Vd. hacer algunas observaciones a este respecto, pues aunque hemos
estado siempre acordes en tan elevado asunto quiero depositar en su poder con
sobrada anticipación, por lo que pueda servir, una pequeña parte de lo mucho
que me ocurre y que hay que decir.
Nadie, pues, más que Vd. y yo
podrá estar persuadido de la necesidad de la organización de un Gobierno
general, y de que es el único medio de darle ser y responsabilidad a nuestra
República.
¿Pero quién duda que éste debe
ser el resultado feliz de todos los medios proporcionados a su ejecución?
¿Quién aspira a un término marchando en contraria dirección? ¿Quién para formar
un todo ordenado, y compacto, no arregla, y solicita, primeramente bajo una
forma regular, y permanente, las partes que deben componerlo? ¿Quién forma un
Ejército ordenado con grupos de hombres, sin jefes sin oficiales, sin
disciplina, sin subordinación, y que no cesan/ un momento de acecharse, y
combatirse contra sí, envolviendo a los demás, en sus desórdenes? ¿Quién forma
un ser viviente, y robusto con miembros' muertos, o dilacerados, y enfermos de
la más corruptora gangrena, siendo así que la vida y robustez de este nuevo ser
en complejo no puede ser sino la que reciba de los propios miembros de que se
haya de componer? Obsérvese que una muy cara y dolorosa experiencia nos ha
hecho ver prácticamente que es absolutamente necesario entre nosotros el
sistema federal porque, entre otras razones de sólido poder, carecemos
totalmente de elementos para un gobierno de unidad. Obsérvese que el haber
predominado en el país una facción que se hacía sorda al grito de esta
necesidad ha destruido y aniquilado los medios y recursos que teníamos para
proveer a ella, porque ha irritado los ánimos, descarriado las opiniones,
puesto en choque los intereses particulares, propagado la inmoralidad y la
intriga, y fraccionado en bandas de tal modo la sociedad, que no ha dejado casi
reliquias de ningún vínculo, extendiéndose su furor a romper hasta el más
sagrado de todos y el único que podría servir para restablecer los demás, cual
es el de la religión; y que en este lastimoso estado es preciso crearlo todo de
nuevo, trabajando primero en pequeño; y por fracciones para entablar después un
sistema general que lo abrace todo. Obsérvese que una República Federativa es
lo más quimérico y desastroso que pueda imaginarse, toda vez que no se componga
de Estados bien organizados en sí mismos, porque conservando cada uno su
soberanía e independencia, la fuerza del poder general con respecto al interior
de la República, es casi ninguna, y su principal y casi todo, su investidura,
es de pura representación para llevar la voz a nombre de todos los Estados
confederados en sus relaciones con las naciones extranjeras; de consiguiente si
dentro de cada Estado en particular, no hay elementos de poder para mantener el
orden respectivo, la creación de un Gobierno general representativo no sirve
más que para poner en agitación a toda la República a cada, desorden parcial
que suceda, y hacer que el incendio de cualquier Estado se derrame por todos
los demás. Así es que la República de Norte América no ha admitido en la
confederación los nuevos pueblos y provincias que se han formado después de su
independencia, sino cuando se han puesto en estado de regirse por sí solos, y
entre tanto los ha mantenido sin representación en clase de Estados;
considerándolos como adyacencias de la República.
Después de esto, en el estado de
agitación en que están los pueblos, contaminados todos de unitarios, de
logistas, de aspirantes, de agentes secretos de otras naciones, y de las
grandes logias que tienen en conmoción a toda Europa, ¿qué esperanza puede
haber de tranquilidad y calma al celebrar los pactos de la Federación, primer
paso que debe dar el Congreso Federativo? En el estado de pobreza en que las
agitaciones políticas han puesto a todos los pueblos, ¿quiénes, ni con qué
fondos podrán costear la reunión y permanencia de ese Congreso, ni menos de la
administración general? ¿Con qué fondos van a contar para el pago de la deuda
exterior nacional invertida en atenciones de toda la República, y cuyo cobro
será lo primero que tendrá encima luego que se erija dicha administración?
Fuera de que si en la actualidad apenas se encuentran hombres para el gobierno
particular de cada provincia, ¿de dónde se sacarán los que hayan de dirigir
toda la República? ¿Habremos de entregar la administración general a
ignorantes, aspirantes, unitarios, y a toda clase de bichos? ¿No vimos que la
constelación de sabios no encontró más hombre para el Gobierno general que a
don Bernardino Rivadavia, y que éste no pudo organizar su Ministerio sino
quitándole el cura a la Catedral (1) , y haciendo venir de San Juan al Dr.
Lingotes (2) para el Ministerio de Hacienda, que entendía de este ramo lo mismo
que un ciego de nacimiento entiende de astronomía ? Finalmente, a vista del
lastimoso cuadro que presenta la República, ¿cuál de los héroes de la
Federación se atreverá a encargarse del Gobierno general? ¿Cuál de ellos podrá
hacerse de un cuerpo de representantes y de ministros, federales todos, de quienes
se prometa las luces, y cooperación necesaria para presentarse con la debida
dignidad, salir airoso del puesto, y no perder en él todo su crédito, y
reputación? Hay tanto que decir sobre este punto que para sólo lo principal y
más importante sería necesario un tomo que apenas se podría, escribir en un
mes.
El Congreso general debe ser
convencional, y no deliberante, debe ser para estipular las bases de la Unión
Federal, y no para resolverlas por votación. Debe ser compuesto de diputados
pagados y expensados por sus respectivos pueblos y sin esperanza de que uno
supla el dinero a otros, porque esto que Buenos Aires pudo hacer en algún
tiempo, le es en el día absolutamente imposible.
Antes de hacerse la reunión debe
acordarse entre los gobiernos, por unánime avenimiento, el lugar donde ha de
ser, y la formación del fondo común, que haya de sufragar a los gastos
oficiales del Congreso, como son los de casa, muebles, alumbrado, secretarios,
escribientes, asistentes, porteros, ordenanzas, y demás de oficina; gastos que
son cuantiosos y mucho más de lo que se creen generalmente. En orden a las
circunstancias del lugar de la reunión debe tenerse cuidado que ofrezca
garantías de seguridad y respeto a los diputados, cualquiera que sea su modo de
pensar y discurrir; que sea uno, hospitalario, y cómodo, porque los diputados
necesitan largo tiempo para expedirse. Todo esto es tan necesario cuanto que de
lo contrario muchos sujetos de los que sería preciso que fuesen al Congreso se
excusarán o renunciarán después de haber ido, y quedará reducido a un conjunto
de imbéciles, sin talento, sin saber, sin juicio, y sin práctica en los
negocios de Estado. Si se me preguntase dónde está hoy ese lugar diré que no
sé, y si alguno contestase que en Buenos Aires, yo diría que tal elección sería
el anuncio cierto del desenlace más desgraciado y funesto a esta ciudad, y a
toda la República. El tiempo, el tiempo solo, a la sombra de la paz, y de la
tranquilidad de los pueblos, es el que puede proporcionarlo y señalarlo. Los
Diputados deben ser federales a prueba, hombres de respeto, moderados,
circunspectos, y de mucha prudencia y saber en los ramos de la Administración
pública, que conozcan bien á fondo el estado y circunstancias de nuestro país,
considerándolo en su posición interior bajo todos aspectos, y en la relativa a
los demás Estados vecinos, y a los de Europa con quienes está en comercio,
porque hay grandes intereses y muy complicados que tratar y conciliar, y a la
hora que rayan dos o tres diputados sin estas calidades, todo se volverá un
desorden como ha sucedido siempre, esto es si no se convierte en una tanda de
pillos, que viéndose colocados en aquella posición, y sin poder hacer cosa
alguna de provecho para el país, traten de sacrificarlo a beneficio suyo
particular, como lo han hecho nuestros anteriores Congresos concluyendo sus
funciones con disolverse, llevando los diputados por todas partes el chisme, la
mentira, la patraña, y dejando envuelto al país en un maremágnun de calamidades
de que jamás pueda repararse.
Lo primero que debe tratarse en
el Congreso no es, como algunos creen, de la erección del Gobierno general, ni
del nombramiento del jefe supremo de la República. Esto es lo último de todo.
Lo primero es dónde ha de continuar sus sesiones el Congreso, si allí donde
está o en otra parte. Lo segundo es la Constitución General principiando por la
organización que habrá de tener el Gobierno general, que explicará de cuántas
personas se ha de componer ya en clase de jefe supremo, ya en clase de
ministros, y cuáles han de ser sus atribuciones, dejando salva la soberanía e
independencia de cada uno de los Estados Federados. Cómo se ha de hacer la
elección, y qué calidades han de concurrir en los elegibles; en dónde ha de residir
este Gobierno, y qué fuerza de mar y tierra permanente en tiempo de paz es la
que debe tener, para el orden, seguridad, y respetabilidad de la República.
El punto sobre el lugar de la
residencia del Gobierno suele ser de mucha gravedad, y trascendencia por los
celos y emulaciones que esto excita en los demás pueblos, y la complicación de
funciones que sobrevienen en la corte o capital de la República con las
autoridades del Estado particular a que ella corresponde. Son éstos
inconvenientes de tanta gravedad que obligaron a los norteamericanos a fundar
la ciudad de Washington, hoy Capital de aquella República que no pertenece a
ninguno de los Estados confederados.
Después de convenida la
organización que ha de tener el Gobierno, sus atribuciones, residencia y modo
de erigirlo, debe tratarse de crear un fondo nacional permanente que sufrague
todos los gastos generales, ordinarios y extraordinarios, y al pago de la deuda
nacional, bajo del supuesto que debe pagarse tanto la exterior como la
interior, sean cuales fueren las causas justas o injustas que la hayan causado,
y sea cual fuere la administración que haya habido de la hacienda del Estado
porque el acreedor nada tiene que ver con esto, que debe ser una cuestión para
después. A la formación de este fondo, lo mismo que con el contingente de tropa
para la organización del Ejército nacional, debe contribuir cada Estado
Federado, en proporción a su población cuando ellos de común acuerdo no tomen
otro arbitrio que crean más adaptable a sus circunstancias; pues en orden a eso
no hay regla fija, y todo depende de los convenios que hagan cuando no crean
conveniente seguir la regla general, que arranca del número proporcionado de
población. Los norteamericanos convinieron en que formasen este fondo de
derechos de Aduana sobre el comercio de ultramar, pero fue porque todos los
Estados tenían puertos exteriores no habría sido así en caso contrario. A que
se agrega que aquel país por su situaci6n topográfica es en la principal y
mayor parte marítimo como se ve a la distancia por su comercio activo, el
número crecido de sus buques mercantes, y de guerra construidos en la misma
república, y como que esto era lo que más gastos causaba a la república en
general, y lo que más llamaba su atención por todas partes, pudo creerse que
debía sostenerse con los ingresos de derechos que produjesen el comercio de
ultramar o con las naciones extranjeras.
Al ventilar estos puntos, deben
formar parte de ellos los negocios del Banco Nacional, y de nuestro papel
moneda que todo él forma una parte de la deuda nacional a favor de Buenos
Aires; deben entrar en cuenta nuestros fondos públicos, y la deuda de
Inglaterra, invertida en la guerra nacional con el Brasil; deben entrar los
millones gastados en la reforma militar, los gastados en pagan la deuda
reconocida, que había hasta el año de Ochocientos veinte y cuatro procedente de
la guerra de la Independencia, y todos los demás gastos que ha hecho esta
provincia con cargo de reintegro en varias ocasiones, como ha sucedido para la
reunión y conservación de varios congresos generales.
Después de establecidos estos
puntos, y el modo como pueda cada Estado Federado crearse sus rentas
particulares sin perjudicar los intereses generales de la República, después de
todo esto, es cuando recién se procederá al nombramiento del jefe de la
República y erección del Gobierno general. ¿Y puede nadie concebir que en el
estado triste y lamentable en que se halla nuestro país pueda allanarse tanta
dificultad, ni llegarse al fin de una empresa tan grande, tan ardua, y que en
tiempos los más tranquilos y felices, contando con los hombres de más
capacidad, prudencia y patriotismo, apenas podría realizarse en dos años de
asiduo trabajo? ¿Puede nadie que sepa lo que es el sistema federativo,
persuadirse que la creación de un gobierno general bajo esta forma atajará las
disensiones domésticas de los pueblos? Esta persuasión o triste creencia en
algunos hombres de buena fe es la que da ansia a otros pérfidos y alevosos que
no la tienen o que están alborotando los pueblos con el grito de Constitución,
para que jamás haya paz, ni tranquilidad, porque en el desorden es en lo que
únicamente encuentran su modo de vivir. El Gobierno general en una República
Federativa no une los pueblos federados, los representa unidos: no es para
unirlos, es para representarlos en unión ante las demás naciones: él no se
ocupa de lo que pasa interiormente en ninguno de los Estados, ni decide las
contiendas que se suscitan entre sí. En el primer caso sólo entienden las
autoridades particulares del Estado, y en el segundo la misma Constitución
tiene provisto el modo cómo se ha de formar el tribunal que debe decidir. En
una palabra, la unión y tranquilidad crea el Gobierno general, la desunión lo
destruye; él es la consecuencia, el efecto de la unión, no es la causa, y si es
sensible su falta, es mucho mayor su caída, porque nunca sucede ésta sino
convirtiendo en escombros toda la República. No habiendo, pues, hasta ahora
entre nosotros, como no hay, unión y tranquilidad, menos mal es que no exista,
que sufrir los estragos de su disolución. ¿No vemos todas las dificultades
invencibles que toca cada Provincia en particular para darse constitución? Y si
no es posible vencer estas solas dificultades, ¿será posible vencer no sólo
éstas sino las que presenta la discordia de unas provincias con otras,
discordia que se mantiene como acallada y dormida mientras que cada una se
ocupa de sí sola, pero que aparece al instante como una tormenta general que
resuena por todas partes con rayos y centellas, desde que se llama a Congreso general?
Es necesario que ciertos hombres
se convenzan del error en que viven, porque si logran llevarlo a efecto,
envolverán a la República en la más espantosa catástrofe, y yo desde ahora
pienso que si no queremos menoscabar nuestra reputación ni mancillar nuestras
glorias, no debemos prestarnos por ninguna razón a tal delirio, hasta que
dejando de serlo por haber llegado la verdadera oportunidad veamos
indudablemente que los resultados han de ser la felicidad de la Nación. Si no
pudiésemos evitar que lo pongan en planta, dejemos que ellos lo hagan
enhorabuena pero procurando hacer ver al público que no tenemos la menor parte
en tamaños disparates, y que si no lo impedimos es porque no nos es posible.
La máxima de que es preciso
ponerse a la cabeza de los pueblos cuando no se les pueda hacer variar de
resolución es muy cierta; mas es para dirigirlos en su marcha, cuando ésta es a
buen rumbo, pero con precipitación o mal dirigida; o para hacerles variar de
rumbo sin violencia, y por un convencimiento práctico de la imposibilidad de
llegar al punto de sus deseos. En esta parte llenamos nuestro deber, pero los
sucesos posteriores han mostrado a la clara luz que entre nosotros no hay otro
arbitrio que el de dar tiempo a que se destruyan en los pueblos los elementos
de discordia, promoviendo y alentando cada gobierno por sí el espíritu de paz y
tranquilidad. Cuando éste se haga visible por todas partes, entonces los
cimientos empezarán por valernos de misiones pacíficas y amistosas por medio de
las cuales sin bullas, ni alboroto, se negocia amigablemente entre los
gobiernos, hoy esta base, mañana la otra hasta colocarlas en tal estado que
cuando se forme el Congreso lo encuentre hecho casi todo, y no tenga más que
marchar llanamente por el camino que se le haya designado. Esto es lento a la
verdad, pero es preciso que así sea, y es lo único que creo posible entre
nosotros después de haberlo destruido todo, y tener que formarnos del seno de
la nada.
Adiós, compañero. El cielo tenga
piedad de nosotros, y dé a Vd. salud, acierto, y felicidad en el desempeño de
su comisión; y a los dos, y demás amigos, iguales goces, para defendernos,
precavernos, y salvar a nuestros compatriotas de tantos peligros como nos
amenazan.
Juan M. de Rosas.
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