Este
saludo es el que tú has merecido para tu confusión, porque no has honrado
ningún orden en la Iglesia,
sino que has llevado la injuria en vez del honor; la maldición, en vez de la
bendición. Pues para no decir sino pocas e importantes cosas de las muchas que
has hecho, no sólo no has vacilado en avasallar a los rectores de la Santa Iglesia, como
son los arzobispos, los obispos, los presbíteros, ungidos del Señor, sino que
los has pisoteado como siervos que no saben lo que su señor haga de ellos. Al
pisotearlos te has proporcionado el aplauso del vulgo. Has creído que ninguno
de esos sabe nada y que sólo tú lo sabes todo, pero has procurado usar esa
ciencia no para edificación, sino para destrucción; de suerte que lo que dice
aquel beato Gregorio, cuyo nombre has usurpado, creemos que lo profetizó sobre
ti: “La afluencia de súbditos exalta el ánimo de los prepuestos, que estiman
saber más que todos, cuando ven que pueden más que todos”. Y nosotros hemos
aguantado todo esto intentando mantener el honor de la sede apostólica. Pero tú
entendiste que nuestra humildad era temor y no vacilaste en alzarte contra la
misma potestad regia concedida por Dios a nosotros y te has atrevido a
amenazarnos con quitárnosla; como si nosotros hubiésemos recibido de ti el reino,
como si el reino y el imperio estuviesen en tu mano y no en la mano de Dios. El
cual Señor nuestro Jesucristo nos ha llamado al reino, pero no te ha llamado a
ti al sacerdocio. Tú, en efecto, has ascendido por los grados siguientes: por
la astucia, aun cuando es contraria a la profesión monacal, has obtenido
dinero; por dinero has obtenido merced; por merced, hierro; por hierro, la sede
de la paz, y desde la sede de la paz has perturbado la paz armando a los
súbditos contra los prepuestos; enseñándoles a despreciar a los obispos
nuestros, llamados por Dios, tú que no has sido llamado por Dios; tú has
arrebatado a los sacerdotes su ministerio y lo has puesto en manos de los
laicos para que depongan o condenen a aquellos que ellos mismos habían recibido
de la mano de Dios por imposición de manos episcopales para enseñarles. A mí
mismo, que aunque indigno he sido ungido entre los cristianos para reinar, me
has acometido; a mí, que según la tradición de los Santos Padres sólo puedo ser
juzgado por Dios y no puedo ser depuesto por otro crimen que por el de
apartarme de la fe, lo que está muy lejos de mí. Pues ni a Juliano el Apóstata
la prudencia de los Santos Padres se atrevió a deponerlo, sino que dejó a Dios
sólo esta misión. El verdadero Papa, el beato Pedro, exclama: “Temed a Dios y
honrad al rey”. Pero tú, que no temes a Dios, me deshonras a mí, que he sido
constituido por Dios. Por eso el beato Pablo, en donde no exceptúa al ángel del
cielo si predicase otra cosa, no te ha exceptuado a ti, que en la tierra
predicas otra cosa. Pues dice: “Si alguien, yo, o un ángel del cielo, os
predicase otra cosa de la que os ha sido predicada, sea anatema”. Pero tú,
condenado por este anatema y por el juicio de todos nuestros obispos y por el
nuestro también, desciende y abandona la sede apostólica que te has apropiado;
sólo debe ascender a la sede de San Pedro quien no oculte violencia de guerra
tras la religión y sólo enseñe la sana doctrina del beato Pedro. Yo, Enrique,
por la gracia de Dios rey, con todos nuestros obispos te decimos: desciende, desciende, tú que estás
condenado por los siglos de los siglos.