Al
pueblo:
El
patriotismo nos obliga a proclamar la revolución como recurso extremo y
necesario para evitar la ruina del país. Derrocar un gobierno constitucional,
alterar sin justo motivo la paz pública y el orden social, sustituir el comicio
con la asonada y erigir la violencia en sistema político, sería cometer un
verdadero delito de que nos pediría cuenta la opinión nacional. Pero acatar y mantener un
gobierno que representa la ilegalidad y la corrupción; vivir sin voz ni voto la
vida pública de un pueblo que nació libre; ver desaparecer día por día las
reglas, los principios, las garantías de toda administración pública regular,
consentir los avances al tesoro, la adulteración de la moneda, el despilfarro
de la renta; tolerar la usurpación de nuestros derechos políticos y la supresión
de nuestras garantías individuales que interesan a la vida civil, sin esperanza
alguna de reacción ni de mejora, porque todos los caminos están tomados para
privar al pueblo de gobierno propio y mantener en el poder a los mismos que han
labrado la desgracia de la República; saber que los trabajadores emigran y que
el comercio se arruina, porque, con la desmonetización del papel, el salario no
basta para las primeras necesidades de la vida y se han suspendido los negocios
y no se cumplen las obligaciones; soportar la miseria dentro del país y esperar
la hora de la bancarrota internacional que nos deshonraría ante el extranjero;
resignarse y sufrir todo fiando nuestra suerte y la de nuestra posteridad a lo
imprevisto y a la evolución del tiempo, sin tentar el esfuerzo supremo, sin
hacer los grandes sacrificios que reclama una situación angustiosa y casi
desesperada, sería consagrar la impunidad del abuso, aceptar un despotismo
ignominioso, renunciar al gobierno libre y asumir la más grave responsabilidad
ante la patria, porque hasta los extranjeros podrían pedimos cuenta de nuestra
conducta, desde que ellos han venido a nosotros bajo los auspicios de una Constitución
que los ciudadanos hemos jurado y cuya custodia nos hemos reservado como un
privilegio, que promete justicia y libertad a todos los hombres del mundo que vengan
a habitar el suelo argentino.
La Junta Revolucionaria no necesita decir al pueblo
de la Nación y a las naciones extrañas los motivos de la revolución, ni
detallar cronológicamente todos los desaciertos, todos los abusos, todos los
delitos, todas las iniquidades de la administración actual.
El país entero está fuera de quicio, desde la
Capital hasta Jujuy. Las instituciones libres han desaparecido de todas partes:
no hay República, no hay sistema federal, no hay gobierno representativo, no
hay administración, no hay moralidad. La vida política se ha convertido en
industria lucrativa.
El Presidente de la República ha dado el ejemplo,
viviendo en la holgura, haciendo la vida de los sátrapas con un menosprecio
inaudito por el pueblo y con una falla de dignidad que cada día se ha hecho más
irritante. Ni en Europa ni en América podía encontrarse en estos tiempos un
gobierno que se le parezca; la codicia ha sido su inspiración, la corrupción ha
sido su medio. Ha extraviado la conciencia de muchos hombres con las ganancias
fáciles e ilícitas, ha envilecido la administración del Estado obligando a los
funcionarios públicos a complacencias indebidas y ha pervertido las costumbres
públicas y privadas prodigando favores que representan millones.
Él mismo ha recibido propinas de cuanto hombre de
negocio ha mercado en la Nación, y forma parte de los sindicatos organizados
para las grandes especulaciones, sin haber introducido capital ni idea propia,
sino la influencia y los medios que la Constitución ponía en sus manos para la
mejor administración del Estado. En cuatro años de gobierno se ha hecho
millonario, y su fortuna acumulada por tan torpes medios se exhibe en bienes
valiosísimos cuya adquisición se ha anunciado por la prensa. Su participación
en los negocios administrativos es notoria, pública y confesada. Los presentes
que ha recibido, sin noción de la delicadeza personal, suman cientos de miles
de pesos y constan en escrituras públicas, porque los regalos no se han
limitado a objetos de arte o de lujo; han llegado a donaciones de bienes
territoriales, que el público ha denunciado como la remuneración de favores
oficiales.
Puede decirse que el ha vivido de los bienes del
Estado y que se ha servido del erario público para constituirse un patrimonio
propio.
Su
clientela le ha imitado; sujetos sin profesión, sin capital, sin industria, han
esquilmado
los Bancos del Estado, se han apoderado de las tierras públicas, han negociado
concesiones de ferrocarriles y puertos y se han hecho pagar su influencia con
cuantiosos dineros.
En el orden público ha suprimido el sistema representativo
hasta constituir un congreso unánime sin discrepancia de opiniones, en el que únicamente
se discute el modo de caracterizar mejor la adhesión personal, la sumisión y la
obediencia pasiva.
El régimen federativo ha sido escarnecido; los
gobernadores de provincia, salvo rara excepción, son sus lugartenientes; se
eligen, mandan, administran y se suceden según su antojo: rendidos a su
capricho. Mendoza ha cambiado en horas de gobernador como en los tiempos
revueltos de la anarquía. Tucumán presenció una jornada de sangre, fraguada por
la intriga para incorporarla al sistema del monopolio político; ha habido elección
de gobernador que no ha sido otra cosa que un simple acto de comercio.
Entre Ríos,
bajo la ley marcial, acaba de recibir la imposición de un candidato resistido
por la opinión pública. Córdoba ha sido el escenario de un Juicio político
inventado para arrojar del gobierno a un hombre de bien: hoy día es un aduar;
la sociedad sobrecogida vive con los sobresaltos de los tiempos, de Bustos y
Quiroga. Las demás provincias argentinas están reducidas a feudos: Salta, la
noble provincia del norte, ha sido enfeudada y enfeudadas están igualmente al
Presidente,Santiago y Corrientes, La Rioja, Jujuy, San Luis y Catamarca. Jamás
argentino alguno ejerció mando más ofensivo ni más deprimente para las leyes de
una Nación libre.
En el orden financiero los desastres, los abusos,
los escándalos, se cuentan por días. Se ha hecho emisiones clandestinas para
que el Banco Nacional pague dividendos falsos, porque los especuladores
oficiales habían acaparado las acciones y la crisis sorprendió antes de que
pudieran recoger el botín. El ahorro de los trabajadores y los depósitos del
comercio se han distribuido con mano pródiga en el círculo de los favoritos del
poder que han especulado por millones y han vivido en el fausto sin revelar el
propósito de cumplir jamás sus obligaciones. La deuda pública se ha triplicado,
los títulos a papel se han convenido, sin necesidad, en títulos a oro,
aumentando inconsiderablemente las obligaciones del país con el extranjero; se
ha entregado a la especulación más de cincuenta millones de pesos oro que había
producido la venta de los fondos públicos de los Bancos garantidos, y hoy día
la Nación no tiene una sola moneda metálica y está obligada al ser vicio en oro
de más de ochenta millones de títulos emitidos para ese fin; se vendieron los ferrocarriles
de la Nación para disminuir la deuda pública, y realizada la venta se ha despilfarrado
el precio; se enajenaron las obras de salubridad, y en medio de las sombras que
rodean ese escándalo sin nombre, el pueblo únicamente ve que ha sido atado, por
medio siglo, al yugo de una compañía extranjera, que le va a vender la salud a
precio de oro; los Bancos garantidos se han desacreditado con las emisiones
falsas; la moneda de papel está depreciada en doscientos por ciento y se
aumenta la circulación con 35 millones de la emisión clandestina, que se
legaliza, y con cien millones, que se disfrazan con el nombre de bonos
hipotecarios, pero que son verdaderos papel moneda, porque tienen fuerza cancelatoria;
cuando comienza la miseria se encarece la vida con los impuestos a oro; y después
de haber provocado la crisis más intensa de que haya recuerdo en nuestra historia,
ha estado a punto de entregar fragmentos de la soberanía para obtener un nuevo
empréstito, que también se habría dilapidado, como se ha dilapidado todo el caudal
del Estado.
Esta breve
reseña de los agravios que el pueblo de la Nación ha sufrido, está muy lejos de
ser completa. Para dar idea exacta sería necesario formular una acusación
circunstanciada y prolija de los delitos públicos y privados que ha cometido el
jefe del Estado contra las instituciones, contra el bienestar y el honor de los
argentinos. El pueblo la hará un día y requerirá su castigo, no para calmar
propósitos de venganza personal, sino para consagrar un ejemplo y para dejar
constancia que no se puede gobernar la República sin responsabilidad y sin
honor.
Conocemos y medimos la responsabilidad que asumimos
ante el pueblo de la Nación; hemos pensado en los sacrificios que demanda un
movimiento en el que se compromete la tranquilidad pública y la vida misma de
muchos de nuestros conciudadanos; pero el consejo de patriotas ilustres, de los
grandes varones, de los hombres de bien, de todas las clases sociales, de todos
los partidos, el voto íntimo de todas las provincias oprimidas, y hasta el sentimiento
de los residentes extranjeros, nos empuja a la acción y sabemos que la opinión
pública bendice y aclama nuestro esfuerzo, sean cuales fueren los sacrificios que
demande.
El movimiento revolucionario en este día no es la
obra de un partido político. Esencialmente popular e impersonal, no obedece ni
responde a las ambiciones de círculo u hombre público alguno. No derrocamos el
gobierno para separar hombres y sustituirlos en el mando; lo derrocamos para
devolverlo al pueblo a fin de que el pueblo lo reconstituya sobre la base de la
voluntad nacional y con la dignidad de otros tiempos, destruyendo esta ominosa
oligarquía de advenedizos que ha deshonrado ante propios y extraños las
instituciones de la República. El único autor de esta revolución, de este movimiento
sin caudillo, profundamente nacional, larga, impacientemente esperada, es el
pueblo de Buenos Aires que, fiel a sus tradiciones, reproduce en la historia
una nueva evolución regeneradora que esperaban anhelosas todas las provincias argentinas.
El ejercito nacional comparte con el pueblo las
glorias de este día; sus armas se alzan para garantir el ejercicio de las
instituciones. El soldado argentino es hoy día, como siempre, el defensor del
pueblo, la columna más firme de la Constitución, la garantía sólida de la paz y
de la libertad de la República. La Constitución es la ley suprema de la Nación,
es tanto como la bandera, y el soldado argentino que la dejara perecer sin prestarle
su brazo, alegando la obediencia pasiva, no seria un ciudadano armado de un pueblo
libre, sino el instrumento o el cómplice de un soberano déspota.
El ejercito
no mancha su bandera ni su honor militar, ni su bravura, ni su fama, con un motín
de cuartel. Sus soldados, sus oficiales y sus jefes han debido cooperar y han cooperado
a este movimiento, porque la causa del pueblo es la causa de todos; es la causa
de los ciudadanos y del ejercito; porque la Patria está en peligro de perecer y
porque es necesario salvarla de la catástrofe.
Su
intervención contendrá la anarquía, impedirá desórdenes, garantizará la paz.
Esa es su misión constitucional y no la tarea oscura, poco honrosa, de servir
de gendarmería urbana para sofocar las libertades públicas. El período de la
revolución será transitorio y breve; no durará sino el tiempo indispensable
para que el país se organice constitucionalmente. El gobierno revolucionario
presidirá la elección de tal manera que no se suscite ni la sospecha de que la
voluntad nacional haya podido ser sorprendida, subyugada o defraudada.
El elegido
para el mando supremo de la Nación será el ciudadano que cuente con la mayoría
de sufragios, en comicios pacíficos y libres, y únicamente quedarán excluidos
como candidatos los miembros del gobierno revolucionario, que espontáneamente
ofrecen al país esta garantía de su imparcialidad y de la pureza de sus
propósitos.
Por la
Junta Revolucionaria.
L. N.
ALEM, A. del Valle, M. Domaría, M. Goyena,
Juan José
Romero, Lucio V. López
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