Una vez más se ha anunciado al
país la reunión de la Conferencia Plenaria del Episcopado Argentino, es decir,
el conclave de los Obispos de la Iglesia Católica convocado y realizado según
las acostumbradas fórmulas periodísticas para “considerar la marcha de la
Iglesia, su adecuación al Concilio…”.
Alguna vez, anteriormente, esta
Asamblea despertó cierto interés y expectativa en la opinión pública, muy
especialmente entre los católicos que esperaban ver de qué manera y con qué
formas se hacía vida y realidad en nuestra patria el “estado de Concilio” al
que fuimos llamados todos los cristianos por el inolvidable y santo Juan XXIII,
y tiempo después, cómo se “convertía” toda la Iglesia —a partir del ejemplo y
testimonio de sus Pastores— para concretar lo que significa el Vaticano II.
Alguna vez, pero ya no. La
opinión pública se vio duramente frustrada por las conclusiones y declaraciones
del Episcopado que, reunido en épocas de grave situación social, política y
económica para la Nación, aparecía considerando las vagas generalidades de
rutina y señalando pautas de un cristianismo que no responde ni a las
exigencias del hombre ni a los reclamos de la historia. Por otra parte, los
cristianos que esperaban de los Obispos la auténtica “puesta en marcha del
Concilio”, en su letra y en su espíritu, se acostumbraron finalmente a no
esperar más nada de estas reuniones episcopales y se dieron a la obra de
intentar, en experiencias y comunidades dispersas, la aplicación de las normas
y las exigencias conciliares.
Por ello, esta reunión del
Episcopado podrá pasar inadvertida e infecunda, a no ser que finalmente el
viento del Espíritu Santo levante, despierte, encienda y llene de luz a los
Obispos argentinos. Este es el primer deseo de esta Carta Abierta que nuestra
Revista lanza hoy, sin atreverse a invocar para su justificación el derecho de
los laicos a opinar sobre las cosas de la Iglesia, consagrado por el Concilio,
y afirmándose en cambio en el derecho de todos los cristianos que de alguna
manera comparten el dolor y el escándalo que padecernos, ante nosotros mismos y
ante todos los hombres de buena voluntad, porque las actitudes y los hechos del
Episcopado —con las santas y honrosas excepciones por todos conocidas— no
condicen con la imagen que se ofreció al mundo a partir del Vaticano II y,
2.000 años antes, a partir del Evangelio.
¿Cuál es la imagen que deseamos
ardientemente sea la de nuestros pastores y comunidades cristianas?
QUEREMOS UN EPISCOPADO POBRE
—auténtica y realmente pobre— sin honores oficiales, sin privilegios
extraordinarios, sin compromisos peligrosos con las clases adineradas, con los
empresarios, con los militares, con los factores de poder. Un Episcopado que
sirva y no que sea servido. Un Episcopado que renuncie ya al presupuesto del
culto y a todos los subsidios y prebendas financieras. Un Episcopado que quizás
no pueda viajar en coches tan lujosos, ni vivir en las mejores casas, ni
construir espléndidas iglesias, universidades y colegios, pero de quienes todos
podamos estar orgullosos porque son un testimonio de la Iglesia de los Pobres.
De este Episcopado pobre, los
Obispes argentinos tienen ejemplos vivientes entre sus miembros, como el Obispo
de Goya, Corrientes, uno de los pocos Padres Conciliares que se comprometió en
Roma a un modo de vida que asegura la presencia de la Iglesia en el mundo de
los Pobres. Esta actitud vital de pobreza se expresa en la identificación permanente
con las situaciones de necesidad, de inseguridad, de limitaciones en que viven
los hermanos más pobres de la comunidad cristiana. La lectura del compromiso de
Monseñor Devoto, y su real cumplimiento, valen como la mejor regla de pobreza
surgida del seno mismo del Concilio. Esta nueva, al mismo tiempo que eterna
exigencia del Evangelio, es la única razón que los pobre3 de nuestro tiempo
aceptan como auténticamente cristiana.
QUEREMOS UN EPISCOPADO LIBRE
—auténtica y realmente libre— sin ninguna clase de ataduras institucionales con
el Estado, sin el menor sometimiento a otra fuerza que a la de la Verdad, “que
nos hace libres”, sin el permanente juego de las actitudes políticas que se
vienen dando desde 1943 hasta la fecha y que han presentado -.1 Pueblo la
imagen de una “Iglesia Peronista”, luego de una “Iglesia Libertadora”, después
de una “Iglesia integracionista”, recientemente de una “Iglesia Legalista” y en
la actualidad de una “Iglesia cómplice de la dictadura”. Basta recordar para
esta enumeración, la campaña proselitista del 43 basada en la ley de enseñanza
religiosa, la reacción gorila del 55 seguramente justificada por la quema de
Iglesias, los coqueteos frondizistas en pos del artículo 28 para la enseñanza
libre, la cerrada defensa del orden constitucional por el Primado horas antes
del golpe y la subsiguiente aparición del mismo junto al T.G. Onganía, con la
firma de la designación de ministros y todos los hechos recientes que han
conmovido de tal manera a la opinión nacional como para que algunos Obispos,
conscientes de su responsabilidad pastoral, hayan tenido que salir aisladamente
a recordar las normas conciliares y fijar los límites de la utilización de la
Iglesia por parte del gobierno y^ del gobierno por parte de la Iglesia.
QUEREMOS UN EPISCOPADO VALIENTE
—auténtica y realmente valiente— armado del coraje necesario para predicar todo
el Evangelio, especialmente cuando el Evangelio condena al Dios de las
riquezas, cuando señala a los que explotan y tratan con injusticia a sus
hermanos, cuando denuncia a los que pretenden ser cristianos y perseguir a los
pobres comprando la paz de sus conciencias con el ejercicio de una caridad que
dona enormes templos, que ayuda a sus amigos Obispos y sacerdotes pero que al
mismo tiempo le disputa a sus obreros y a sus peones un salario que les permita
vivir realmente como hijos de Dios. Un Episcopado que no tema enfrentar a los
poderosos de la tierra porque asuma frente a ellos la independencia que le
permita defender en toda circunstancia las causas de los indefensos; un
Episcopado que no ofrezca tan claras sospechas de transigir con todo tipo de
“presiones” cuando se trata de dar testimonio de la Verdad y de la Justicia.
También necesitamos el coraje y la audacia de los Obispos para que en vez de
paralizarse, asustarse y reaccionar en contra de los cambios y las tensiones
que el Concilio provoca y despierta, estén dispuestos a tomar esta nueva
realidad de la Iglesia como punto de partida para una renovación y conversión
permanente. Sin este coraje, los cambios costarán muchas dificultades y
enfrentamientos, y las tensiones internas de la Iglesia se resolverán
finalmente con la dolorosa experiencia —que ya están padeciendo muchos
sacerdotes y laicos— de lo que significa elegir entre la fidelidad al Evangelio
y al Concilio y la obediencia a una Jerarquía que no está dispuesta y lanzada a
realizar entre nosotros todos los cambios necesarios.
QUEREMOS UN EPISCOPADO FIEL
—auténtica y realmente fiel— a todas las exigencias del Concilio Vaticano que
ha sabido interpretar y revelar los Signos de Nuestro Tiempo para que “los
gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombro de la época
actual, sobre todo de los pobres y afligido; de toda clase”, sean “también los
gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los discípulo de
Cristo”. Sabemos que esta fidelidad irá fructificando en un compromiso real con
la historia del Pueblo de Dios, en especial con la historia personal y concreta
de los que tienen hambre, de los que no tienen vivienda, de los que son
despedidos injustamente de su trabajo, de los que padecen persecución por
querer ejercer sus sagrados derechos, de los que están sumergidos en
situaciones vitales infrahumanas y precristianas, de los 1 que en definitiva
serán para todos nosotros cualquiera sea nuestra función y nuestra conducta en
la vida, el único motivo de Juicio por el cual seremos aceptados o rechazados
del Reino de los Cielos.
QUEREMOS UN EPISCOPADO EVANGÉLICO
—auténtica y realmente evangélico— en el cual, no solamente los cristianos sino
también todos los hombres de nuestra Patria y de esta América Latina, esperanza
de la liberación universal, encontremos la vivencia cotidiana del Evangelio de
Jesús anunciado a los Pobres, realizado para todos los hombres y vivido más que
en el ejercicio de la autoridad, con el impacto cristiano del ejemplo personal
y del testimonio de la Iglesia. Queremos que nuestro Episcopado también
comprenda y realice la nueva visión de que “evangelizar” en nuestra Patria y en
América Latina es contribuir primera y fundamentalmente a liberar a los hombres
de la explotación, de la miseria, de la ignorancia, de la enfermedad, y de
todos los graves pecados que en nombre del “occidente cristiano” significan la
muerte de miles de recién nacidos y una vida de infierno para los millones que
sobreviven.
Frente a estas expresiones dé lo
que queremos para nuestro Episcopado, y aún reiterando la existencia de
conocidas excepciones de Obispos que encarnan estas pautas de pobreza,
libertad, fidelidad, y Evangelio, debemos señalar dolorosamente cuál es la
imagen que tenemos del Episcopado argentino:
TENEMOS OBISPOS QUE NO ENSEÑAN,
ya sea porque sus pastorales resultan dictadas por un Magisterio que no es el
de la Iglesia del Concilio Vaticano II, ya sea porque sus silencios y omisiones
los alejan de la realidad histórica en que estamos comprometidos los
cristianos, ya sea porque sus actitudes personales y lo colectivas resultan
contradictorias con el espíritu de pobreza, de servicio y de humildad, que son
las razones más fuertes de toda enseñanza; ya sea porque la reflexión pastoral
está de tal manera desconectada de los problemas concretos del hombre y del
mundo que vivimos, que es recibida con indiferencia y frustración por aquellos
a quienes está dirigida.
TENEMOS OBISPOS QUE NO GOBIERNAN,
ya sea porque sus actitudes cerradas no condicen con la primera función de
gobierno que es la de ser Padres, ya sea porque en su trato con sacerdotes y
laicos no estiman valedero el criterio del diálogo y se afirman en cambio en un
principio de autoridad correspondiente a la menor tradición del feudalismo, ya
sea porque al no haber logrado la verdadera unión en torno a su persona deben
apoyarse en el uso de las sanciones para resolver las permanentes tensiones que
se presentan en el clero, como en los dolorosos casos de los sacerdotes de
Mendoza y de Córdoba, en el creciente éxodo sacerdotal de Buenos Aires y en las
situaciones que se dan en las organizaciones católicas de laicos todavía
marcadas por el sello de la burocracia apostólica, ya sea porque la
incomunicación en que viven en sus pequeños mundos de curias y sacristías no
les permiten ver la realidad de un redil del que las 99 ovejas están perdidas o
alejadas y la única que queda ahoga al Pastor en preocupaciones que no son las
del pueblo cristiano.
TENEMOS OBISPOS QUE NO SANTIFICAN
en toda su riqueza y plenitud, ya sea porque sin Magisterio y sin Autoridad
ejercidas en el espíritu del Concilio, la predicación del Evangelio de Cristo y
la celebración del misterio de la Cena del Señor resultan finalmente una mera
ordenación del culto y de los sacramentos; ya sea porque la renovación
litúrgica y bíblica proclamada conciliarmente es realizada sólo en partes y en
superficie, sin que ello signifique la vida y el crecimiento de la comunidad
cristiana; ya sea porque los pobres, sacramento del Señor y privilegiados de su
Amor, no participan ni pueden participar —tal como se les ofrece la Iglesia— en
la vida de la gracia y de la salvación; ya sea porque a pesar de los templos
colmados en Semana Santa y en Navidad o en las misas tardías del domingo, el
porcentaje de cristianos que participan activamente en la Eucaristía es tan
mínimo que este solo dato debería modificar estructuralmente toda la Pastoral
argentina.
Las nuevas condiciones de la Iglesia
en el mundo exigen claramente para nuestro país que los Obispos verdaderamente
enseñen, gobiernen y santifiquen. Exigen que los Obispos argentinos dejen ya de
aparecer como “funcionarios” del Estado o de la Iglesia y asuman la nueva
actitud conciliar de servicio y testimonio. Exigen que los Obispos renuncien
aún a derechos legítimos para manifestar la sinceridad de su función y para
borrar definitivamente la imagen de un Episcopado que no dialoga, que no
escucha, que no entiende el requerimiento de los pobres.
Finalmente, las nuevas
condiciones sociales, políticas y económicas de la Argentina exigen al
Episcopado una definición concreta y comprometida con todas las situaciones en
las cuales se juega la vida y la suerte de los trabajadores: el cierre de las
fuentes de trabajo para los obreros tucumanos, la huelga de los obreros
portuarios, los despidos masivos en industrias y servicios públicos que afectan
a la subsistencia de los hogares humildes, los anuncios de un plan económico
que supone su realización a costa del nivel de vida de los más necesitados, la
reestructuración ferroviaria y su conocida secuela de trastornos sociales, la
reiterada violación de las libertades de expresión, de asociación y de reunión
consagradas por el mismo Concilio, la violación de la libertad de pensamiento
en las universidades, el avasallamiento de los sindicatos y entidades de bien
público, la ligazón nacional a los monopolios internacionales en un descarado
neocolonialismo condenado por las encíclicas dé Juan XXIII, la participación de
la Nación en la carrera armamentista desatada en América Latina y en la
formación de fuerzas interamericanas de represión, las anunciadas medidas
contra la libertad de opinión y de prensa, en definitiva, las angustias y las
necesidades de los argentinos frente a la situación de dictadura militar en que
vivimos, exigen que los Obispos, cuando cumplan el anunciado ritual de saludar
a quien detenta el poder, fijen —con la libertad y el coraje que la situación
impone— los criterios y las actitudes que serán en adelante signos de la
identificación del Episcopado con el espíritu del Concilio y la Iglesia de los
Pobres.
Compartan el dolor y la angustia
de los pobres de nuestra Patria que serán, una vez más, las víctimas del
“orden” y la “recuperación nacional” anunciada como empresa de liberación y
concretada ya en hechos como una nueva etapa de despojo económico, de dictadura
política y de tensiones sociales.
Asumimos humildemente nuestra
personal indignidad y falta de méritos como autores de este llamamiento, que lo
formulamos no a título de elegidos sino como simples miembros de la comunidad
que sentimos el derecho a reclamar atención y cuidado por parte de quienes
—siguiendo al Señor— están no para cuidar a los sanos, sino para sanar a los
enfermos.
NUESTRA IGLESIA NOS DUELE. NOS
DUELE SABERLA IDENTIFICADA ECONÓMICAMENTE CON LOS RICOS, SOCIALMENTE CON LOS
PODEROSOS Y POLITICAMENTE CON LOS OPRESORES. NOS DUELE PORQUE LA SENTIMOS EN LA
CARNE Y EN LA SANGRE DE TODOS LOS POBRES, DE LOS INDEFENSOS, DE LOS SUMERGIDOS
QUE —A PESAR DEL DOLOR Y EL ESCÁNDALO QUE LES CAUSA LA JERARQUÍA— SE AFERRAN
TODAVÍA CON ESPERANZA A LA LIBERACIÓN ANUNCIADA POR EL EVANGELIO Y SE
INCORPORAN DECIDIDAMENTE A LA LUCHA REVOLUCIONARIA —EN LA QUE QUISIERAN VER
COMPROMETIDA TAMBIÉN A SU IGLESIA— PARA REALIZAR EN ESTE MUNDO LA FELICIDAD DE
LOS QUE TIENEN HAMBRE Y DE LOS QUE TIENEN SED DE JUSTICIA.
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