Desafío revolucionario a la Iglesia y la Teología, Richard Shaull (Cristianismo y Revolución Nº 2. Octubre-Noviembre 1966)
Existencia cristiana -existencia
revolucionaria
Desde que el mundo moderno
comenzó a tomar forma a nuestro alrededor, con el Renacimiento y el Iluminismo,
las iglesias de Occidente han tendido a ausentarse de las avanzadas de la lucha
humana y asumen una actitud conservadora hacia el cambio social. El pensamiento
ecuménico social ha procurado, a través de los años, avanzar más allá de esto,
y con los preparativos para esta Conferencia —y lo que ha ocurrido en ella
hasta ahora— es bien posible que pudiera encontrarse una brecha significativa.
Esto se evidencia por la atención que ha sido prestada a la mayoría de los
recientes desarrollos en las revoluciones tecnológica y social y por la
presencia entre nosotros de un significativo número de personas plenamente
comprometidas con ellas; esto está también demostrado por una sustitución de
énfasis en nuestra reflexión teológica sobre los problemas sociales. En el
Volumen I de los estudios preparatorios para esta Conferencia, muchos de los
colaboradores desarrollan la tesis de que la labor redentora de Dios en la
historia, según está expresada en las doctrinas centrales de la fe, nos llama a
trabajar por la transformación de la sociedad; de hecho, por un nuevo orden
social. Para citar un ejemplo, el profesor Roger Mehl declara que “Dios en
Cristo ha hecho todas las cosas nuevas y nos demanda participar en esta
transformación del mundo”. La inminencia del Reino de Dios no significa
solamente que el futuro está abierto de par en par, sino también que “el futuro
ya está presente”; y el señorío de Cristo “rompe el orden y la injusticia
establecidos y nos llama a tomar parte en la gran renovación de la historia”
(p.p. 52-53).
El profesor Wendland ha ido mucho
más lejos en la determinación del significado y las implicancias de esta
perspectiva escatológica y nos ha traído al punto donde somos desafiados a
reconocer, para usar la frase de Arthur Rich, que la existencia cristiana es
una existencia revolucionaria, y que el servicio de la Iglesia al mundo es ser
la “pionera de toda reforma social” sin hacer reclamo alguno para la
cristiandad o tratar de cristianizar la revolución. Comprendo que no todos los
teólogos aceptarán esta interpretación, al mismo tiempo, me siento obligado
teológicamente a sostenerla y regocijarme con ella. Aquí, veo un signo de
esperanza: en adelante, quienes a causa de la fe cristiana, se sientan llamados
a participar en la lucha revolucionaria, podrán regresar a la comunidad
cristiana en busca de sustento teológico y moral.
Esta tarde, sin embargo, quisiera
intentar llevar el debate un poco más allá. Una nueva generación de cristianos,
en muchas partes del mundo, están tomando muy seriamente esta responsabilidad
revolucionaria “por la gran renovación de la historia”. Cuando lo hacen, son parte
de un proceso histórico dinámico y se encuentran en un mundo extraño, nuevo y a
menudo impactante. Dentro de esta situación, algunos problemas son vistos, de
un modo bastante diferente de lo que pudieran verlo los de afuera, respecto a
la forma específica en que esos cambios podrían alcanzarse en el futuro. Todas
nuestras alentadoras reflexiones teológicas no ayudarán mucho al nuevo
revolucionario a menos que estén basadas en esta concreta situación
revolucionaria y relacionadas con las preguntas que de allí surgen. Nuestra
primera tarea teológica es dar este paso.
Creo que esto significa que
debemos examinar con más cuidado, precisamente lo que hoy está envuelto en el
advenimiento del cambio social. Es decir, cuál es la forma concreta de la lucha
revolucionaria.
Sobre esto, me gustaría presentar
tres puntos como bases para la discusión:
Desarrollo y Revolución
1. El descubrimiento de que la
tecnología, por todo su impacto revolucionario en las estructuras de la
sociedad moderna, ha tendido hasta ahora, en sus más avanzadas etapas, hacia un
sistema total de dominación social y un ethos, que ofrece posibilidades casi
ilimitadas para preservar el orden establecido. Una de las mayores
características de la nueva actitud revolucionaria es la convicción de que
aquellos que quieren lograr una significativa transformación de la sociedad
están contra un sistema total de poder y están llamados a trabajar por un
cambio fundamental en la dirección y estructuras de ese sistema. Esta
conclusión, de una manera general, es el resultado de la experiencia de
personas que comenzaron por intentar pequeñas reformas sociales y fueron
forzadas a una posición más radical. En los países subdesarrollados está ahora
claro que el desarrollo no es meramente una cuestión de rápido avance
tecnológico e industrialización, sino más bien, de cambio de un complejo total
de factores que constituyeron el orden feudal-colonial, como ha sido demostrado
por los escritos del profesor brasileño Cándido Mendes de Almeida. Igualmente
los estudiantes y líderes de los pobres en los ghettos urbanos (villas miseria)
de los Estados Unidos encuentran rápidamente que ellos confrontan una situación
comparable en medio de la población urbana y que no podrán resolver sus
problemas hasta que se produzcan cambios fundamentales en toda la estructura.
En este momento, el movimiento por los derechos civiles se dirige hacia una
nueva etapa de radicalización en parte como resultado de un descubrimiento
similar.
El nuevo factor más importante en
todo esto, es el conocimiento creciente de que el poder del orden tecnológico
establecido envuelve y en cierto sentido sustenta todos estos procesos. Esta es
la razón por la cual, en los últimos meses, un libro de Herbert Marcuse:
One-Dimensional Man, ha estado causando semejante impacto en la actual
generación estudiantil de Estados Unidos de Norte América. Su tesis es que esta
avanzada tecnología junto con el “ethos” ideológico que lo acompaña, está
produciendo un sistema que tiende a ser totalitario. El desarrollo de más
amplias unidades económicas y políticas, junto con la integración de los
órdenes económico y político, crean una sociedad en la cual ciertas necesidades
materiales de un gran porcentaje de personas son satisfechas, pero éstas
carecen de una oportunidad significativa para participar de las decisiones
relativas a su propio futuro. El sistema no sólo tiene un tremendo poder, sino
que además reduce a la íneficiencia a aquellas fuerzas que de otro modo podrían
ejercer una presión constante para la transformación social. Los trabajadores
“white collar” así como los “blue collar” tienen cierto grado de satisfacción
con el sistema y hasta un cabal interés en él. Los más importantes partidos
políticos no ofrecen más en sus plataformas proyectos de cambios fundamentales
respecto de la estructura y dirección del desarrollo social y una política de
simpatía trata de evitar un profundo conflicto político. Un poder compensativo
existe excepto donde podría contradecir u oponerse al sistema total. El sistema
todo es tan racional en su irracionalidad que aquellos opositores a él pueden
ser fácilmente pintados como carentes de juicio y sentido común. Para Marcuse,
estos desarrollos en las esferas económica y política son acompañados por un
rasgo distintivo de “secularidad” que reduce la ciencia social al análisis
empírico de las estructuras dadas, restringe el universo del discurso de la
filosofía y elimina de la cultura el crítico y trascendental poder que ha
tenido a menudo en el pasado. El resultado final puede ser una existencia
unidimensional, carente de vitalidad, creatividad o estimulación; una sociedad
carente de poder para su propia renovación.
No estoy preparado para evaluar
la tesis de Marcuse. El hecho que deseo señalar es que hay un significativo
número de jóvenes, con muy diferente trasfondo cultural, que están
comprometidos en la construcción de una sociedad más justa y humana; han sido
empujados a una posición en la cual esto tiene sentido para ellos.
Esto es, están convencidos que la
tecnología puede contribuir, a largo plazo, al bienestar y realización del
hombre solamente si es puesta en tela de juicio por la revolución, y de este
modo eligen la revolución como el único camino que pueden tomar en su trabajo por
el futuro del hombre. Más aún, es este hecho el que crea una nueva identidad de
perspectiva y propósitos entre los revolucionarios de las naciones en
desarrollo y una minoría de la avanzada sociedad tecnológica.
Un cambio total
2. En este punto el problema se
agudiza. Si nosotros estamos convencidos de la necesidad de la revolución para
la humanización de la sociedad moderna, debemos también tener en cuenta la
posibilidad de que el tipo tradicional de revolución social, el cual aspira al
derrocamiento de todo el orden social y a un cambio total en las estructuras de
poder, puede ser ahora prácticamente imposible. Si por casualidad esto pudiera
suceder podría producir una desorganización social y económica que tendría
desastrosas consecuencias por un largo período de tiempo. En los volúmenes
preparatorios para esta Conferencia esto está desarrollado más profundamente
por el profesor André Philip, quien no puede ser acusado de desear mantener el
status quo. El sostiene que actualmente el tipo de acción necesaria “debe ser
de carácter técnico— y no revolucionaria y violenta. La violencia parece ser
imposible, dejando de lado las consideraciones éticas. En los países
industrializados la estructura técnica es demasiado elaborada y los diferentes
elementos se sobreponen de sobremanera como para que algún cambio brusco pueda
llevarse a cabo sin alterar completamente el sistema total de producción y
consecuentemente empobrecer las masas”. Muchos de nosotros, sin mucho esfuerzo,
podemos recordar cierto número de hechos de la historia reciente que confirman
esta situación.
Una nueva estrategia
revolucionaria
3. Para el profesor Philip esto
significa “el fin de la revolución”. Para aquellos de nosotros que no poseemos
su confianza en la capacidad del orden establecido para renovarse, sin un
profundo proceso revolucionario, esto quizá signifique la búsqueda de una nueva
estrategia revolucionaria. La justificación para y la posibilidad de esa
búsqueda puede ser encontrada en ciertas características de la sociedad que
están tomando forma a nuestro alrededor. Hasta ahora, el avance tecnológico y
la conservación del orden establecido han ido juntos. Pero tal como Robert
Theobald me lo ha señalado no hay nada en la tecnología en sí misma que haga de
esto algo inevitable. En realidad a medida que la tecnología avanza, los
instrumentos tanto como la atmósfera que ella crea podrían asimismo servir
fácilmente a la causa de la transformación y emancipación social. Más aún, el
derrumbamiento de las normas fijas, autocráticas y autoritarias del pasado y el
carácter dinámico de la sociedad moderna crea una nueva inestabilidad potencial
y un muy precario equilibrio social. Repentinas presiones aplicadas
efectivamente en el justo lugar y tiempo pueden producir un sorpresivo, amplio
y profundo impacto; en tanto, pequeños cambios pueden poner en marcha fuerzas
que producirán mayores cambios en un futuro. En esta situación la estrategia
revolucionaria consiste en desarrollar aquellas bases desde las cuales, un
sistema caduco reacio a iniciar mayores cambios cuando .estos son más
urgentemente necesarios, pueda ser constantemente bombardeado por fuertes
presiones a fin de lograr pequeños cambios en puntos distintos. Sin esas las
perspectivas para el futuro no son alentadoras. Pero esos esfuerzos podrían
ayudar a mantener a la sociedad abierta y flexible, renovarla a pesar de sí
misma, crear un nuevo contexto social para la tecnología y quizás conducirla
eventualmente a un tipo de institución social que podría responder
eficientemente a las necesidades humanas como para hacer innecesaria la
revolución.
La guerrilla
En las últimas décadas, la
revolución se ha llevado a cabo por medio de una estrategia militar, a través
de la aplicación de la lucha de guerrilla. Pequeños grupos revolucionarios,
confrontados con el opresivo poder militar, descubrieron que podían librar un
combate victorioso en algunas situaciones por medio de una estrategia de
concentrados ataques sorpresivos, de pequeñas y disciplinadas unidades, con
objetivos limitados, manteniendo la flexibilidad y libertad de operaciones,
guardando la iniciativa y avanzando hacia nuevos frentes en cualquier momento
de bloqueo. La lucha de guerrillas es una estrategia militar; sus objetivos han
sido, generalmente, el conflicto total y el derrumbamiento completo de las
viejas estructuras de poder. Pero un examen cuidadoso de estos movimientos
puede sugerir hoy una estrategia de tipo revolucionario para la acción política
efectiva. En realidad, la formación de este tipo de unidades de “guerrilla”,
con un claro sentido de identidad propia, una visión del nuevo orden social y
un compromiso de lucha constante por el cambio interno o externo de ciertas
estructuras sociales, puede ofrecer una interesante perspectiva para la
construcción de una nueva sociedad en esta época.
Esta lucha limitada de pequeños
grupos en permanente revolución está aquí contemplada primeramente como una
estrategia política. Al tiempo que esto sucede la tentación de los oprimidos de
atenerse a la violencia debería ser reducida. Pero no iríamos tan lejos, como
los profesores Wendland y Philip recomendando con ahínco e inclusive confiando
ya, en la acción no violenta o insistir en que los cristianos no deberán tener
participación en el uso de la violencia. Puede haber en realidad algunas
situaciones en las cuales sólo la amenaza y el uso de violencia puedan poner en
marcha el proceso de cambio. Lo importante en realidad no es si la violencia
está fuera de la ley, sino si su uso cuando es absolutamente necesario es
generado por una estrategia de lucha constante para cambios limitados en la
sociedad o es colocado en el contexto —tan frecuente en el pasado— de una
guerra total y un total derrumbamiento del orden social.
Si la estrategia que hemos
sugerido triunfara no podría ser cuestión de aislados y esporádicos esfuerzos.
Esto deberá incluir más bien la formación constante —a través de la sociedad—
de un núcleo pequeño con objetivos revolucionarios; un intensivo esfuerzo en el
tipo de educación que abrirá nuevas perspectivas en problemas sociales y
señalará el camino de nuevos experimentos y soluciones; y una coordinación
estrecha del trabajo a realizar por los varios movimientos revolucionarios.
Por consiguiente, mi conclusión
—en esta primer área de discusión— es: Si la Iglesia está inclinada a asumir
seriamente la vocación a la que el profesor Wendland y otros le han dado,
entonces deberá proporcionar el contexto adecuado en el cual las personas se
sientan libres y estimuladas a aceptar este compromiso revolucionario y sean
ayudadas a alcanzar una perspectiva teológica y una ética para la revolución.
Nadie puede garantizar que las iglesias
y aún el movimiento ecuménico aceptarán tal cambio. Pero daremos un gran paso
adelante si realmente nos decidimos a escuchar a aquéllos que provienen de
países subdesarrollados, a los representantes de una nueva generación
estudiantil en nuestras avanzadas sociedades tecnológicas, y a otros que
encarnan la urgencia de esta inquietud por cambios fundamentales y rápidos en
el orden presente.
Teología y lucha revolucionaria
Esto lleva al segundo punto
importante que me gustaría elevar para la discusión posterior: es el que se
refiere a la íntima relación entre la teología y la lucha revolucionaria. El
profesor Wendland ha expresado claramente su posición cuando opina que los
cristianos deberían trabajar positiva y críticamente para la revolución sin una
ideología de revolución total y sin sueños utópicos de una sociedad perfecta.
De esto yo deduzco que nuestra principal labor teológica es la de desenmascarar
la idolatría latente en todo tipo de movimiento semejante. En la sociedad ésta
es siempre una importante tarea para los cristianos; es especialmente
importante entre aquéllos que están llamados a pagar el precio que exige la
lucha revolucionaria. Pero no estoy convencido de que esta sea nuestra primera
responsabilidad teológica en la presente etapa de la revolución. Y esto en
parte se debe al hecho que otras fuerzas en nuestra sociedad contemporánea
parecen estar haciendo una labor más efectiva que nosotros al respecto. El
“Cristo incógnito”, si se me permite usar esta frase, trabajando a través de la
tecnología y la secularización, ha quebrado la dominación de viejos absolutos y
frustrado sueños utópicos. Hoy un fuerte sentido de las limitaciones del
conocimiento acerca de la sociedad y de las ambigüedades en una lucha
revolucionaria, puede ser encontrado entre los nuevos revolucionarios de
América Latina, en la nueva izquierda estudiantil de los Estados Unidos y en
los nuevos grupos de filósofos y escritores en las sociedades marxistas. En
realidad, una de las más poderosas situaciones para esta actitud que conozco,
está en el ensayo del filósofo polaco Kolakowski titulado “The Priest and the
Jester” (El monje y el bufón). Todos estos grupos pueden necesitar el estímulo
y el sostén que la fe cristiana puede proporcionar pero nuestra mayor
responsabilidad está en otra parte.
El nuevo revolucionario
Si el nuevo revolucionario debe
continuar una larga y ardua lucha, sin absolutos y sin ilusiones utópicas, se
requiere algo diferente., Lo que él necesita ahora son esas fuentes de
entendimiento y comunidad que pueden sustentar y orientar tal esfuerzo: la
posibilidad de creer que el futuro está realmente abierto, la esperanza que la
debilidad puede triunfar sobre el poder establecido, y que el significado y la
realización son posibles en una vida vivida en una intensa lucha
revolucionaria. Lo que quizá es más importante, el nuevo revolucionario
necesita aquellos recursos o fuentes de transcendencia y transgresión que lo
liberen para romper los lazos de un “ethos” secular y empírico, para soñar
nuevos sueños sobre el futuro del hombre y para cultivar la imaginación
creativa como para ser capaz de pensar sobre los nuevos problemas de nuevas
maneras de definir nuevas metas y modelos para una nueva sociedad. Lo que el
revolucionario necesita, según palabras del profesor Roger Mehl, es “una nueva
visión del mundo y una nueva concepción del hombre”. De este modo, la verdadera
pregunta ante nosotros, teológicamente, es la de la vitalidad de la tradición
judeo-cristiana en sus diversas formas y su capacidad para relacionar a la
situación humana de hoy de forma tal que libere viejas imágenes, símbolos y
conceptos, y cree otros nuevos que puedan cumplir la tarea.
¿Podemos esperar que esto suceda
dada la etapa actual por la que atraviesan las iglesias y la teología? Cada uno
de nosotros debe responder esta pregunta a la luz de su fe y su experiencia.
Sobre la base de mi propia experiencia con movimientos revolucionarios de dos
continentes, solamente puedo decir que creo que es una activa posibilidad vital
pero con una condición: que los teólogos asuman seriamente el hecho de la
muerte y la resurrección del “logos” como indicando el único camino abierto
para nosotros en esta situación. Concluyendo permítanme sugerir dos ejemplos de
lo que esto puede significar;
1. Gran parte de nuestro
pensamiento social cristiano ha sido y hasta un cierto punto aún es dominado,
por un modo a-histórico de pensamiento. Recordé esto nuevamente al leer el
ensayo del profesor Hallowell en el Volumen II de los estudios preparatorios
especialmente su cita de Cicerón:
“De hecho hay una ley verdadera
—llamémosla justa razón— que está en armonía con la naturaleza, aplicable a
todos los hombres, y que es invariable y eterna… Invalidar esta ley por la
legislación humana no es moralmente correcto, tampoco es esto permitido para
restringir su vigencia y anularla es totalmente imposible… Esto no dictará una
ley en Roma ni otra en Atenas, ni tampoco habrá una ley hoy y otra mañana. Pero
habrá una ley eterna e invariable rigiendo en todo tiempo y sobre todo hombre,
y habrá como hubo un amo y conductor común a todos los hombres, llamado Dios —
quien es el autor de la ley, su intérprete y defensor”.
Sospecho que para muchas personas
comprometidas en el desarrollo actual esto suena como una voz proveniente de un
lejano y remoto pasado, perteneciente a una visión del mundo completamente
alienada. Pues la realidad que el revolucionario conoce es lo que hace a su
compromiso en la dinámica existencia histórica, la que está constantemente
siendo formada y reformada en muy concretas e inesperadas maneras. No es un
orden estable, racional, eterno, pero si un orden en el cual tiene alguna
esperanza de poner orden así como intenta dar forma al futuro en la dirección
de ciertas metas específicas. En otras palabras, nosotros estamos bien
informados de lo que Troetsch, décadas atrás, describió como “la historización
fundamental de todo nuestro pensamiento sobre el hombre, su cultura y sus
valores”, y no podemos eludir su conclusión de que en esta situación solo puede
ser de alguna utilidad el tipo, de pensamiento que está enraizado en la cruda
realidad de los sucesos históricos concretos.
En los últimos años se han ido
produciendo discusiones referentes a si el pensamiento social ecuménico debía
prestar atención fundamentalmente a principios, valores y axiomas medios, o
tornarse contextual, o permitir que unos fueran correctivos de los otros. Yo
creo que la discusión en estos términos producirá muy escasos resultados.
Quizás en este momento nuestra tarea es reconocer el hecho de la historicidad
radical de todo nuestro pensamiento y trabajar a través de todas las
implicancias teológicas de este hecho, permitiendo que éstas nos guíen donde
sea.
Esta tarde no podemos hacer más
que llamar la atención sobre este problema. Lo que me interesa señalar es que
la orientación ética puede ser proporcionada sólo en la medida en que los
valores sean traducidos en metas sociales, en necesidades humanas y en
prioridades y posibilidades técnicas específicas. Ningún grupo de principios o
ideas abstractas como la de responsabilidad social, serán de mucha ayuda a
menos que tengamos éxito un esta tarea de traducción, la cual tendrá que ser
hecha repetidas veces en las situaciones cambiantes. Lo que puede constituir
una contribución significativa es un proceso de reflexión continuo sobre
preguntas específicas, a la luz de la perspectiva en la historia proporcionada
por la particular historia dentro de la cual nosotros, como cristianos hemos
sido incorporados y a la luz de la figura del hombre nuevo que está empezando a
ser, caracterizado por un hombre, Jesús de Nazareth. Que las más amplias
dimensiones del pensamiento sobre la renovación del hombre y su existencia
histórica puedan ser mantenidas en el centro de la lucha revolucionaria es algo
que está fuera de este tipo de reflexión bíblica y teológica. De este modo
pueden convertirse en una explosiva fuerza ética, así como quiebran las
limitaciones que el hombre tiende a imponerse sobre su pensamiento y sus
acciones, y hacer real un orden más alto de vida el cual establece un dictamen
sobre todos sus logros.
2. Todo esto puede gustarnos
mucho, pero la experiencia de muchos revolucionarios cristianos contemporáneos
es que la teología que le hemos proporcionado no los ha equipado para semejante
transgresión y trascendencia en el orden secular. Mucha de nuestra teología
tradicional —así como nuestro pensamiento ético— reflejan tal grado de
aculturación de la cristiandad que ha perdido su poder iconoclasta y
transfigurante. Por un corto período en nuestro pasado reciente, la
neo-ortodoxia desempeñó esta tarea de un modo bastante sorprendente. Con su
énfasis sobre la trascendencia de Dios, el Verbo que pone en tela de juicio
todo pensamiento y realización humana, la obra de Karl Barth especialmente nos
proveyó con una sorprendente nueva libertad en relación con la cultura y la
sociedad, y sugirió una nueva visión del hombre y de las relaciones humanas.
Desafortunadamente —como bien lo entendió Bonhoeffer— este esfuerzo finalizó en
una restauración teológica, la restauración de conceptos y términos que
pertenecieron a una cosmovisión y una situación histórica muy distintas. De
esta manera nuestro pensamiento teológico acerca del mundo, con toda su riqueza
potencial, fue más estrechamente ligado a los conceptos que son actualmente
mayormente sin sentido. La experiencia de participación en la radical
existencia histórica a través de la revolución social ha aclarado este punto.
Es por esta razón que muchos de
los integrantes de una nueva generación tienen sólo el recuerdo de una fe
cristiana plenamente significante, pero de ningún modo para asumirla
concretamente o para relacionarla con los problemas de la existencia personal y
social. Es esta situación la que ha generado un nuevo fermento en teología.
Están apareciendo teólogos jóvenes convencidos de que todas las viejas imágenes
y conceptos han perdido su poder; éstos no pueden servir por más tiempo como
soportes del mensaje cristiano de iconoclasia y transcendencia radical o
contribuir creativamente a la formación de una nueva imagen del hombre o un
nuevo estilo de vida. Asimismo estos hombres están buscando un nuevo lenguaje
que pueda señalar esta realidad de un modo más adecuado. Dentro de los EE.UU.
aún el más extravagante de los teólogos de la muerte de Dios revela este ferviente
deseo de un nuevo lenguaje capaz de hacer en nuestro tiempo lo que nuestras
teologías más ortodoxas hicieron cuando fueron formuladas por primera vez.
Esta búsqueda de un nuevo
lenguaje de fe no es tarea fácil. Requiere, ante todo, no un nuevo lenguaje
pero sí un nuevo compromiso en aquellos lugares donde Dios está trabajando más
activamente. Y este compromiso debe ser acompañado de paciencia porque
tendremos que esperar un largo tiempo hasta que un nuevo y auténtico lenguaje
teológico y nuevos conceptos emerjan. Entre tanto hay una tarea que debe
realizarse y la teología está llamada a hacerla: permitir continuar la difícil
pero no imposible conversación fluida entre la abundante tradición bíblica y
teológica y la situación humana contemporánea y descubrir cómo señalar
concretamente, en este contexto, los signos de esperanza y de gracia, de
sentido y cumplimiento, en medio de la lucha continua por el futuro del hombre.
Creo que esto es lo que Harvey Cox ha logrado al escribir su libro “The Secular
City” (La ciudad secular). Es esta misma precaria indicación del trabajo de
renovación que Dios realiza en medio de la revolución social la que me parece
debe ser urgentemente exigida en este momento. Y dejando de lado tal
crucifixión del “logos” de la teología, una resurrección teológica podrá
realizarse nuevamente.
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Por su nueva visión teológica y
su real compromiso en el proceso de liberación latinoamericana, está reconocido
como orientador de las nuevas tendencias ecuménicas representadas en “Iglesia y
Sociedad” y MEC. En la Conferencia Mundial de Ginebra participó como promotor
de la avanzada telógica y social. Este ensayo que publicamos fue presentado por
el Dr. Shaull a la reunión del Consejo Mundial de Iglesias en esa oportunidad.
Para mayor información sobre esta Conferencia referimos a las siguientes
publicaciones: Informaciones Católicas Internacionales N° 268 y 271; Primera
Plana N° 191.
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