Editorial (Cristianismo y Revolución Nº 2. Octubre-Noviembre 1966)
Desde hace 120 días los
argentinos vivimos la experiencia del punto muerto de un régimen que venía
agonizando lentamente y que ahora junta todas sus fuerzas para no morir, para
no dar paso a la nueva vida, para destruir y arrasar antes de desaparecer. Con
el “reglamento militar” como Constitución y con los apuntes del “cursillo” como
Biblia, el responsable del golpe del 28 de junio ha llegado al final del plazo
y la tregua que los sectores de buena voluntad y mala memoria se habían fijado
para no defraudar esta “esperanza nacional” o “expectativa popular”. Los más
avisados propagandistas de la R.A. ya se preguntan si esta es la Revolución que
habían anunciado con trompetas de júbilo y se responden en un sofisticado
monólogo con toda clase de convencimientos falsos y auto-justificaciones
lamentables.
Habrá que esperar el “examen de
conciencia” de estos 120 días para poder reflexionar exhaustivamente sobre lo
que estamos viviendo y determinar, a partir del día 121, una estrategia
realista y revolucionaria que ubique nuestra lucha en los campos en que debamos
jugarla y con las armas que sean necesarias. Lo que sí tenemos que señalar es
que, en definitiva, la improvisación más burda, la total carencia de contenidos
revolucionarios y una generalizada frustración son los signos que revelan al
gobierno y concitan, día a día, la crítica y la oposición en la que venimos a
coincidir todos los que deseamos ardientemente una revolución que no llegó.
A falta de definiciones políticas
coherentes, lo más significativo de la línea del gobierno fue dado en los
hechos con motivo del 16 de setiembre y del 17 de octubre. En setiembre se
festejó pública y oficialmente —en especial por las tres armas— la
“libertadora”, y hubo toda clase de deferencias y garantías por parte de las
autoridades para la celebración “gorila”. En octubre, en cambio, se negó el
permiso para la fiesta popular, se intimidó reiteradamente al peronismo y
finalmente, se reprimió con violencia, detenidos, y enorme aparato policial a
los militantes dispuestos a ejercer derechos tan elementales como la libertad
de reunión y de expresión. Como si esta actitud fallida del equipo militar
pudiera dejar alguna duda acerca de su intención, el Ministro Martínez Paz
reafirmó al país que el tratamiento del gobierno al Movimiento Peronista con
motivo del 17 revelaba la posición de la R.A. que, de acuerdo a los hechos,
entiende el “encuentro nacional” como un “orden” impuesto por los poderosos
para que los humildes no protesten, no festejen, no existan, no perturben la
“bendita paz” que disfrutamos gracias a las bayonetas y los hisopos.
Felizmente, ya aclaró para los
que desensillaron el 28 de junio esperando el amanecer de la R.A. o confiando
que los militares del golpe tenían en el bolsillo una nueva versión del 43, un
nuevo Caudillo, una nueva etapa de liberación nacional. Ahora entramos en el
terreno peligroso de la realidad y la verdad: nadie puede servir a “dos
Señores”; o estar complicado —en medio de infinitas distinciones— con la
aventura política del T. G. O gañía o estar comprometido —sin miedo ni medida—
en el riesgo de compartir hasta sus últimas consecuencias la suerte del pueblo.
A este riesgo, signo de vocación
cristiana y de militancia revolucionaria, pretende invitarnos la entrega de
nuestra revista que será, sin duda, causa de polémicas y contradicciones,
porque lejos de conformarnos con la prédica pura del ideal y la teoría,
buscamos ensuciarnos las manos en el quehacer decidido y jugado, en las
angustias y esperanzas de nuestros hermanos y de nuestras luchas, especialmente
unidos a los más pobres en las luchas más duras. Pobreza y persecución que,
como nos señala Camilo Torres, “son las consecuencias lógicas de una lucha sin
cuartel contra las estructuras vigentes” y “son los signos que autentifican una
vida revolucionaria”.
En esto queremos estar: buscando
serena y hondamente la autenticidad de una vida revolucionaria. Por eso nos
comprometemos en la causa del pueblo al que pertenecemos por la solidaridad de
la misma patria, por la misma necesidad de liberación total, por la esperanza
común en una victoria a la que llegaremos con alegría y con amor.
En eso estamos ya: enfrentando
los falsos ídolos de las soluciones reformistas, temerosas del cambio
definitivo; enfrentando las actitudes conciliadoras —eternas sirenas de la
prudencia y del cálculo—; enfrentando el rigor de los esquemas, endurecidos en
el dogma y en la secta; enfrentando a los de “nuestra propia casa”, porque sentimos
la sinceridad como una herida permanente.
En este número de “Cristianismo y
Revolución” empezamos la difícil tarea de llamar a las cosas por su nombre, de
decir “si” o “no” simplemente, sin cuidar demasiado esa táctica que se agota en
si misma sin dejarnos comunicar, violentar, gritar lo que queremos decir, pedir
o dar. Sentimos que quedamos expuestos a los ojos y al corazón de todos los
amigos, hombres y mujeres metidos en nuestro tiempo, que buscamos un hombre
nuevo, el nuevo revolucionario que —como ve proféticamente Richard Shaull—
“sueña nuevos sueños sobre el futuro del hombre y cultiva la imaginación
creadora como para ser capaz de pensar sobre los nuevos problemas de nuevas
formas y de definir nuevas metas y modelos para una sociedad nueva”; que
buscamos realizar los “cielos nuevos” en nuestra misma tierra.
Y estamos finalmente felices
porque ese era el sentido de nuestra búsqueda.
Ahora, hay que seguir avanzando.
Ya no tenemos más derecho a quedarnos sin respuestas o mirar hacia atrás
teniendo las manos abiertas y sucias sobre el arado.
Hay una tremenda exigencia dentro
de nosotros, y mucho más todavía en el hombre personal y concreto que, desde el
límite de la propia existencia, nos hace una sola carne con el dolor y la
miseria de los millones de hombres sumergidos que son el precio de nuestro
bienestar, de nuestro egoísmo, de la posibilidad de que nosotros podamos tener
conciencia de que en ese hambre y en esa sed somos universal y realmente
solidarios.
Hay una jornada muy larga por
delante.
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