Si todavía nos hiciera falta un
índice claro de las dificultades de expresión que traban al aggiornamento, he
aquí la encíclica Christi Matrii Rosarii, dada en Roma el 15 de setiembre y
hecha pública en las vísperas mismas de la Asamblea General de las Naciones
Unidas.
La ocasión, el contenido, y aun
un explícito llamado “a los jefes de las naciones”, proyectan al documento más
allá del ámbito estrictamente eclesiástico que parecería anunciar la nómina de
sus destinatarios. Pablo VI no deja lugar a dudas sobre el tono y la
perentoriedad de sus palabras cuando grita, pide, señala:
“El nombre del Señor gritamos
alto, tenemos que aunamos para llegar con sinceridad á planes y convenios. Este
es el momento de arreglar la situación, aun con cierto detrimento y perjuicio,
ya que habría que rehacerlo luego, quizá con gran daño y después de una
acerbísima carnicería, que al presente no podencos ni soñar. Pero hay que
llegar a una paz basada en la justicia y libertad de los hombres, y de tal manera
que se tenga cuenta de los derechos de los hombres y de las comunidades; de
otra forma será incierta e inestable.”
El grito queda sofocado, sin
embargo, aun cuando quien lo profiera sea un hombre tan decidido y
tesoneramente volcado a los trabajos por la paz mundial como es —hecho notorio—
Pablo VI. ¿Qué resonancia puede tener en medio del vasto y diverso auditorio
contemporáneo cuando viene recubierto de este barroquismo de sacristía que
todavía da cuenta del “ánimo conmovido y lleno de ansiedad”, que todavía invoca
“místicas guirnaldas” y exalta a “la flor de la inocencia”? ¿Qué articulación
concreta, sobre hechos y urgencias nuestras, puede advertirse detrás de todo el
pesado andamiaje de velos y esfumaturas que llega a omitir hasta al propio
nombre del Vietnam transformándolo asépticamente en “la región del Asia
Oriental” y que fija distancias remotas cuando parece aludir al imperialismo
como “el insensato deseo de dilatar la propia nación” y al racismo como
—¡apenas!— “la moderada estima de la raza”?
Creo que, en esta encíclica,
Pablo VI no avanza más allá de una pública comunicación de sus propios, muy
fundados temores. Es cierto que quiere la paz basada sobre “la justicia y
libertad de los hombres”, pero esta doble base llamaba precisamente a una fuerte
toma de conciencia, por el Papa, de la injusticia concreta que opera en estos
momentos contra la paz en Vietnam. Es claro que el Papa tiene perfecto derecho
a considerar diplomáticamente inoportuna una condena suya a la política
norteamericana en esa área del mundo y que los artesanos de la paz deben
sacrificar muchas veces las declaraciones públicas a un trabajo más oscuro pero
más efectivo.
De ser así, ¿no habría resultado
mejor que no saliera entonces de las reservas de las negociaciones, que no profiera
este grito que, por omisión, por indefinición, no parece un grito profético?
Al mismo tiempo, se me ocurre que
la Christi Matrii Rosarii imposta el grito por la paz en una tonalidad
extrañamente preconciliar al invitar “a todos los hijos de la Iglesia” para que
“se ruegue con más instancia durante el mes de octubre (…) con el rezo piadoso
del rosario a María”. No pretendo negarle valor a esta forma de oración; buena
falta nos hace la oración, cual quiera que sea su forma. Simplemente observo
que mientras todo el Vaticano II pone el énfasis en la liturgia, la encíclica
lo descarga sobre esta devoción popular, extralitúrgica, que es el rosario.
Mera cuestión de énfasis, se dirá. Pero un énfasis que importa como índice.
Porque, aun así, el Papa pudo infundir una nueva dimensión, bíblica y por eso
mismo plenamente responsable de esta situación histórica, a la vieja devoción
popular tantas veces identificada con la rutina. Pudo hacer del rosario no sólo
un hecho popular sino una oración puesta al día, para contemporáneos
comprometidos con las urgencias de la paz. Sin embargo, la María de la
encíclica se resuelve en una mera acumulación de títulos (“Madre de Cristo”,
“Madre de Dios”, “Reina de la Paz”, “Madre de la Iglesia”, “Madre del
Salvador”, “clementísima Madre”…) que por sí solos tienen mucho menos fuerza
que aquellas palabras de la María histórica, la bíblica. Aquella que supo
cantar la grandeza del Señor porque “desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a
los soberbios, derribó del trono a los poderosos y elevó a los humildes, colmó
de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías” (Le 1,
51-53). Aquella muchacha judía tan consciente de estas implicancias sociales y
económicas de la paz mesiánica que, lamentablemente, echamos de menos en los
planteos de la encíclica.
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