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(M. De Andrea. 1877-1960) |
Mi palabra va a versar según me lo piden, sobre algo concerniente al estado
social contemporáneo, a este malestar, a esta inquietud, a este estado casi
permanente de luchas sociales. Algunos dicen, como exponía yo, que el
malestar social es debido a las desigualdades de orden económico
existente.
Basta un brevísimo análisis para darse cuenta de que esta causa puede
contribuir, puede ser un factor, pero no es la causa suficiente para explicar
por sí sola el malestar social contemporáneo. Estudiando la historia de la
humanidad vemos que en todos los pueblos han existido siempre pobres y
ricos, vemos que en todos esos pueblos esas riquezas han venido
perpetuándose en virtud de la herencia, que todos esos pueblos han
admitido de hecho la existencia de la desigualdad económica entre los
hombres por la sencilla razón de que debían admitir la desigualdad
intelectual y física. […]
¡Oh! El mal está mucho más hondo. Hay que dirigir una mirada mucho más
profunda a la esencia misma del organismo humano. ¿Será entonces
también la causa de orden moral? ¿Será el veneno de la ambición? Ya nos
vamos acercando a la verdad. Y aún todavía no aparece completa. La
ambición verdadera supone que el hombre cree tener derecho a algo que
actualmente no posee. Por lo tanto, la ambición capaz de engendrar la lucha
social es aquella que se funda en el concepto que se tiene del propio
derecho y del deber ajeno. Depende, por lo tanto, del concepto que el
hombre tiene formado de la vida, depende del concepto que tiene formado
de la naturaleza humana.
De consiguiente, la ambición capaz de engendrar la lucha social no es
simplemente la envidia, no nace simplemente en el corazón, en la voluntad,
no; nace en la inteligencia, es decir, en la región donde se forman los
conceptos del hombre. Naturalmente si vosotros creéis en vuestro origen y
destino ultraterrenos, si estáis convencidos de que en este mundo es
imposible llegar a satisfacer todas las aspiraciones, pero que un mundo
ulterior os está reservado para que satisfagáis en él la sed infinita de
felicidad que os devora el alma, si estáis convencido de que no es vuestra
conciencia el único juez de vuestros actos, sino que sobre ella hay un juez
supremo de las conciencias, ante el cual no tiene nada que ver el cohecho ni
el valimiento personal, entonces vosotros en bien de la comunidad cederéis
más de una vez vuestro estricto derecho y seréis bastante indulgentes
muchas veces, en la exigencia de los deberes que ligan a los otros hombres
a vuestra persona. Mas si rechazáis todas esas creencias del alma, del
orden moral, entonces, necesariamente, sentiréis la necesidad de satisfacer
todas vuestras aspiraciones en esta vida, para que vuestra vida no resulte incompleta, y aspiraréis a la dicha, os lanzaréis hacia ella, y siempre que
otra persona os oponga su derecho, esos dos derechos, el vuestro, a
vuestra dicha y el de vuestro contrario a la suya, entrarán inmediatamente
en conflicto, tratarán de dominarse el uno sobre el otro y estallará,
necesariamente, la lucha, tanto más terrible y tanto más tenaz, cuanto que
ambos combatientes se considerarán fundados sobre igual derecho.
Ahora bien, consideremos otro orden de cosas; es evidente que si en una
sociedad hay hombres de iguales condiciones económicas y de situaciones
sociales semejantes, esa semejanza los unirá para la defensa y el desarrollo
de sus intereses comunes.
Ahora bien, suponed que en esa misma sociedad, y ello es la realidad de lo
que está pasando, hay hombres que venden su trabajo y hombres que lo
compran, hombres que cobran su salario y hombres que lo pagan, hombres
que ejercen en la producción un papel intelectual y dirigente y hombres que
ejecutan una función manual y subordinada. Y entonces veréis vosotros
cómo automáticamente esos hombres se van separando y se van
polarizando alrededor de sus intereses comunes. Y ¿qué tendremos
después? Tendremos lo siguiente: la suma de las ambiciones individuales de
los hombres que dan, pero que aspiran siempre a dar lo menos posible,
formará de un lado lo que algunos denominan la burguesía; y la suma de
las ambiciones individuales de los hombres que reciben y que aspiran a
recibir siempre lo más posible, formará de otro lado, aquello que denominan
el proletariado. Y así surgen de las entrañas de la sociedad, las
desigualdades económicas, más inevitables, porque son más naturales que
las antiguas castas privilegiadas, y tanto más activas en la defensa de sus
derechos, cuanto más frecuentes son los motivos de roce, y, entonces,
formados esos dos grandes ejércitos, ¿cómo admirarnos de sus primeros
encuentros y de sus primeras luchas? Luchas tan terribles algunas de ellas,
que un sociólogo moderno ha podido denominarlas “canibalismo social”.
Ahora bueno es que nos preocupemos del remedio del mal, de este
malestar, del cual sentimos, a veces, algunos paréntesis saludables, pero
que no deben servir para ilusionarnos respecto a la conquista de una
pacificación definitiva. Así como para la explicación del mal hay varios
sistemas, así también para proporcionar el remedio y dar la solución, hay
varias alternativas. Poco me entretendré en seguir a los filósofos. Seguiré
directamente a mi Maestro, Cristo. […]
Yo creo que vosotros, cristianos, vais a gozar, como he gozado yo cuando
he podido descubrir todas las maravillas que se encierran en aquellas
páginas admirables del Evangelio que vulgarmente conocemos, con
bastante superficialidad, con la simple denominación de los panes y de los peces. Jesús ya ha hecho el examen de todos los sistemas incompletos y va
a proponer, con el ejemplo y la palabra, el suyo, humano y divino a la vez.
Lo primero que hace, después de haber atraído sobre sí la mirada de las
turbas famélicas y las miradas de los discípulos que proponen soluciones,
como ahora concentra las miradas del mundo, lo primero que hace, es
levantar sus ojos divinos al cielo. ¡Al cielo! En la solución del problema
deben entrar también factores morales: deben colaborar las virtudes y
éstas no brotan de abajo, de la materia, como el azúcar o el vitriolo, sino de
arriba, de Dios. Para establecer el equilibrio de los factores económicos se
necesita el reinado de dos virtudes, virtud de justicia y de caridad. […]
He dicho justicia y caridad y a propósito dije primero justicia y luego
caridad. Porque debo rechazar la inculpación infundada y pueril que nos
hacen los adversarios, cuando nos dicen que nosotros predicamos la caridad
con detrimento de la justicia. ¡Qué error! ¡La caridad es un detrimento de la
justicia! ¡Pero si nosotros sostenemos que es imposible la caridad sin el
previo reinado de la justicia! ¿Cómo puede pretender hacer caridad, el que
empieza por faltar a la justicia? Justicia, justicia social, en el verdadero
sentido de la palabra, y luego caridad para hacer efectivos los sacrificios
que ello comporta. Justicia, pues, y caridad, y no habléis tampoco, diría a
nuestros adversarios, contra la caridad, porque indicáis que no la conocéis;
confundís la caridad con la limosna. La limosna puede ser el fruto de la
caridad, pero no es la caridad. […] Y ahora, como dije, puede Jesús
multiplicar. ¿Multiplicar, qué? Porque Jesús con la misma facilidad podía
multiplicar, puesto que era Dios, unas cosas u otras, unos elementos u
otros; levanta la diestra que crea y que conserva, que fecunda y vivifica,
que desarrolla y que transfigura; levanta la diestra y bendice. ¿Acaso las
monedas? Pudo bendecirlas también, porque era Dios, pero no bendijo las
monedas. […] No bendijo, pues, Jesucristo ese valor convencional que se
presta a tantos abusos, cuando equivoca su fin, y que va dejando un
reguero de sangre en el mundo, como las monedas arrojadas por Judas.
Bendijo el pan, el trabajo, el fruto honorable y regenerante del trabajo
humano. Bendijo el trabajo. ¡Qué hermoso simbolismo! Dios bendice el
trabajo honrado y venerable de los hombres, y por eso bendijo el pan y lo
multiplicó, multiplicando las riquezas legítimas. Y como primero había
depositado el germen de la Justicia y de la Caridad en el rico cristiano, vino
el momento de la distribución equitativa de las reservas de las riquezas y
toda la turba se alimentó sin que el rico padeciera detrimento, porque se
recogió el sobrante y era mucho más de lo que antes poseía. Justicia y
Caridad, pues, para que mediante ellas se llegue a la distribución equitativa
de los beneficios en el mundo. He ahí la grande y la única solución cristiana.
A ella tendemos, a ella vamos decididamente.
En Vida y Muerte de la República verdadera, Biblioteca del Pensamiento Argtentino, Tomo IV. Tulio Halperín Donghi
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