El Gobierno que acaba de ser sustituido contó con el anhelo de éxito más
fervoroso y con un crédito de confianza ilimitado por parte de todos los
sectores de la vida nacional.
Un pueblo se elevaba generosamente por encima de las diferencias de
partidos, abrumado por la angustia, los desaciertos y frustraciones del
pasado, alentando la gran esperanza de que se iniciara de una vez para
siempre la marcha hacia la conquista de un destino de grandeza. Sin
embargo, la falta de una política auténtica que incorporara al quehacer
nacional a todos los sectores representativos, se tradujo en un
electoralismo que estableció la opción como sistema.
Este recurso vulneró la libertad de elección, instituyendo en los hechos, una
práctica que estaba en abierta contradicción con la misma libertad que se
proclamaba.
La autoridad, cuyo fin último es la protección de la libertad, no puede
sostenerse sobre una política que acomoda a su arbitrio el albedrío de los
ciudadanos.
Sin autoridad auténtica, elemento esencial de una convivencia armoniosa y
fecunda, sólo puede existir un remedo de sociedad civilizada, cuya
excelencia no puede ser proclamada sin agravio de la inteligencia, la
seriedad y el buen sentido.
Nuestro país se transformó en un escenario de anarquía caracterizado por la
colisión de sectores con intereses antagónicos, situación agravada por la
inexistencia de un orden social elemental.
En este ámbito descompuesto, viciado además de electoralismo, la sana
economía no puede subsistir como un proceso racional, y los servicios
públicos, convertidos en verdaderos objetivos electorales, gravaron al país
con una carga insoportable.
La inflación monetaria que soportaba la Nación fue agravada por un
estatismo insaciable e incorporada como sistema y, con ello, el más terrible
flagelo que puede castigar a una sociedad, especialmente a los sectores de
menores ingresos, haciendo del salario una estafa y del ahorro una ilusión.
Este cuadro penoso solo podía revertir al exterior una imagen lamentable,
sin vigor ni personalidad.
Nuestra dignidad internacional ha sido gravemente comprometida por la
vacilación y la indiferencia en conocidos episodios.
Las Fuerzas Armadas observaron con creciente preocupación este
permanente y firme deterioro. No obstante, no sólo no entorpecieron la
acción del gobierno, sino por el contrario buscaron todas las formas posibles
de colaboración, por la sugerencia, la opinión seria y desinteresada, el
asesoramiento profesional, todo ello como intento sincero de mantener la
vigencia de las instituciones y evitar nuevos males a nuestro sufrido Pueblo
Argentino.
Debe verse en este acto revolucionario el único y auténtico fin de salvar a la
República y encauzarla definitivamente por el camino de su grandeza.
A las generaciones de hoy nos ha correspondido la angustia de sobrellevar
la amarga experiencia brevemente señalada.
Inútil resultaría su análisis si no reconociéramos las causas profundas que
han precipitado al país al borde de su desintegración.
La división de los argentinos y la existencia de rígidas estructuras políticas y
económicas anacrónicas que aniquilan y obstruyen el esfuerzo de la
comunidad.
Hoy, como en todas las etapas decisivas de nuestra historia, las Fuerzas
Armadas, interpretando el más alto interés común, asumen la
responsabilidad irrenunciable de asegurar la unión nacional y posibilitar el
bienestar general, incorporando al país los modernos elementos de la
cultura, la ciencia y la técnica, que al operar una transformación sustancial
lo sitúen donde le corresponde por la inteligencia y el valor humano de sus
habitantes y las riquezas que la Providencia depositó en su territorio.
Tal, en apretada síntesis, el objetivo fundamental de la Revolución.
La transformación nacional es un imperativo histórico que no puede
demorarse, si queremos conservar nuestra fisonomía de sociedad civilizada
y libre y los valores esenciales de nuestro estilo de vida.
La modernización del país es impostergable y constituye un desafío a la
imaginación, la energía y el orgullo de los argentinos.
La transformación y modernización son los términos concretos de una
fórmula de bienestar que reconoce como presupuesto básico y primero, la
unidad de los argentinos.
Para ello era indispensable eliminar la falacia de una legalidad formal y
estéril, bajo cuyo amparo se ejecutó una política de división y
enfrentamiento que hizo ilusoria la posibilidad del esfuerzo conjunto y
renunció a la autoridad de tal suerte que las Fuerzas Armadas, más que
sustituir un poder, vienen a ocupar un vacío de tal autoridad y conducción,
antes de que decaiga para siempre la dignidad argentina.
Por todo ello, en este trascendental e histórico acto, la Junta Revolucionaria
constituida por los Comandantes en Jefe de las tres Fuerzas Armadas de la
Patria, ha resuelto:
1º. Destituir de sus cargos al actual Presidente y Vicepresidente de la
República, y a los Gobernadores y Vicegobernadores de todas las
provincias.
2º. Disolver el Congreso Nacional y las Legislaturas provinciales.
3º. Separar de sus cargos a los miembros de la Suprema Corte de Justicia y
al Procurador General de la Nación.
4º. Designar de inmediato a los nuevos miembros de la Suprema Corte de
Justicia y al Procurador General de la Nación.
5º. Disolver todos los partidos políticos del país.
6º. Poner en vigencia el Estatuto de la Revolución.
7º. Fijar los objetivos políticos de la Nación (Fines Revolucionarios).
Asimismo, en nombre de las Fuerzas Armadas de la Nación, anunciamos
que ejercerá el cargo de Presidente de la República Argentina, el señor
Teniente General D. Juan Carlos Onganía, quien prestará el juramento de
práctica en cuanto se adopten los recaudos necesarios para organizar tan
trascendental ceremonia.
Nadie más que la Nación entera es la destinataria de este hecho histórico
que ampara a todos los ciudadanos por igual, sin otras exclusiones que cualquier clase de extremismos, siempre repugnantes a nuestra acendrada
vocación de libertad.
Hace ya mucho tiempo que los habitantes de esta tierra bendita no nos
reconocemos por nuestro propio nombre: argentinos.
Unámonos alrededor de los grandes principios de nuestra tradición
occidental y cristiana, que no hace muchos años hizo de nuestra patria el
orgullo de América, e invocando la protección de Dios, iniciemos todos
juntos la marcha hacia el encuentro del gran destino argentino.
Que así sea.
Pascual Ángel Pistarini
Benigno Ignacio Marcelino Varela .
Adolfo Teodoro Álvarez
28 de Junio de 1966
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